La muchachada progre que combate el capital por Facebook puede estar muy preocupada por el financiamiento universitario, como vos, como yo, como cualquier señorito que haya leído Moby Dick y Los hermanos Karamazov, pero la verdad de la milanga es que a la monada de extramuros la cosa le preocupa muy de refilón. Ocupados por saber qué van a morfar o cómo garpar la luz el asunto de la educación superior no pasa más que como un berretín del nene o de la nena para después del laburo. Algunos, cuando salen del yugo, merecidamente y en todo su derecho, elijen irse a jugar a la pelota y otros a leer a Heidegger y a Saussure, pero cuando la panza hace ruido no hay Dasein ni significante que valga porque -lo sabe cualquiera- el hambre es heteróclita y multiforme.

Algo de eso parece sobrevolar la escena. Humberto 1º y Bernardo de Irigoyen. Tarde, ya de noche. Mano a Constitución. Madre e hija. Voy detrás de ellas. Las dos llevan bolsas de mandados. Son más bien retaconas, tirando a petisas. Por las manos y el andar las adivino con rasgos del altiplano. No le yerro. Van discutiendo. En realidad, no discuten, sino que la señora le grita a la hija en todas las lenguas amerindias mientras gesticula apuntando al cielo. La hija, una piba más en edad de pelarse las naranjas sola que de ser tratada como adolescente hace gestos de fastidio. Cuando las tengo a tiro la señora tiene a bien utilizar el castellano de nuestro señor Felipe de Borbón, hijo del viejito pito-loco. La señora le dice a la piba que no lo puede creer, que cómo les va a mentir así, que es una vergüenza. La piba la escucha hasta que se hincha las pelotas y le grita que ella no hizo nada. Ahí la señora pega un alarido y se lleva una mano al pecho. Parte de la fruta y la verdura que lleva en las bolsas se sale y unos zapallitos verdes y unas paltas ruedan hasta el cordón de la vereda. Los diez o doce gatos locos que estamos en los alrededores automáticamente nos paralizamos del cagazo. Una milica, que está en la esquina cuidando que no roben a los chicos de la universidad privada que está sobre avenida San Juan apura un trotecito. Le gana de mano otra, igual a ella, pero que cuida que no afanen a los chicos que van a otra universidad privada que está sobre Humberto 1º. Se acercan, preguntan algo y la señora, como si fuera una madre judía a la que le desairan unos knishes, empieza con un lamento impostado y quejoso

– ¿Saben lo que hizo? – les pregunta fuera de sí a las milicas y a un par de personas que también se acercaron – ¿Saben lo que me hizo? Me dijo que se iba a la marcha de la universidad y terminó acostándose con un muchacho.

-No me acosté con nadie, mamá- dice la piba.

– ¡Mentirosa! – le grita mientras transpira y no deja de frotarse el pecho.

-Señora, no se ponga así, le va hacer mal – Le dice una de las milicas que seguro pensó que la ascendían a un puesto con más punchi y ya se ve siendo blanco móvil toda la vida.

– ¿Cómo quiere que me ponga? Una con miedo a que ustedes la caguen a palos y le tiren gas pimienta como en «la escuela de Cristina» y resulta que ella está meta y meta con la cochinada.

Las milicas se miran. La piba se muere de vergüenza. Los que estamos en la escena nos miramos como sospechando que si la vieja sigue hablando se la van a llevar detenida por boluda. Casi agrego que la escuela del gas es una universidad y no es de Cristina, pero me callo porque el horno no está para bollos.

La señora le dice a las milicas que ella y el marido la dejaron ir a la marcha porque «no somos como los pituquitos de acá a la vuelta» y no tienen para pagarle «una escuela privada»; que la desagradecida en lugar de quedarse a cuidar a los hermanos se fue a hacer asquerosidades. La gente amontonada en mitad de cuadra comienza a circular con una sonrisa entre dientes porque la vieja es una escandalosa y a la piba se le nota que la está pasando mal. La pobre agarra sus bolsas y las de su madre, camina unos metros y se esconde detrás del volquete que está en mitad de cuadra frente a una obra en construcción. Mala elección de refugio porque los faloperos, los extranjeros borrachos de San Telmo y algún que otro descuidado aprovechan el lugar para orinar, defecar, vomitar y entonces el olor de detritus antiguos se vuelve una experiencia rayana con la mística.

Cuando la señora se calma y deja de transpirar nos damos cuenta que el lado del pecho que se agarra no es en el que está el corazón. Las milicas se preguntan qué hacer hasta que deciden irse cada una a lo suyo dejando a las mujeres solas, a unos diez metros la una de la otra. La que camina hasta San Juan, al pasar al lado de la piba le dice

-A ver si cuidamos lo que hacemos, eh.

La piba agacha la cabeza y mira las bolsas. Las apoyó en el suelo y ahora tienen mierda humana.

Sigo mi camino detrás de la policía junto con un grupo de pibes que va para el mismo lado. En el semáforo vemos que el cusquito marca perro de unos sin techo que ranchean del otro lado de la calle se acerca y olfatea la verdura que se le cayó a la señora y quedó tirada. Se agarra una palta. Uno de los que se quedó a ver la escena y tiene cara de avispado tira un

-Ese sí que la vio.

Todos reímos, incluso la milica.