Cualquiera que sepa darle un uso rudimentario al castellano puede contar su más grande historia de amor en un plazo no mayor a 5 minutos. Lo mismo con los grandes hitos de su historia, las muertes, los nacimientos, los triunfos y derrotas que conforman lo que fuimos, somos y llegaremos a ser.
A eso se resume nuestra experiencia en el mundo. A narraciones que extractan en lo que dura un aliento lo más destacado de nuestra biografía. Se relega entonces gran parte de la vida al compartimento estanco de lo cotidiano y lo superfluo. Se invisibilizan los detalles como penúltima parada antes del olvido.
La síntesis máxima es el género fúnebre: la necrológica, el obituario, la esquela, el epitafio.
Lxs traductorxs lo saben. Lxs lingüistas lo saben. Lxs semiólogxs y lxs comunicadorxs lo saben. Hay algo que que es intraducible, inenarrable; algo imposible de interpretar, incomunicable; algo que no puede decirse porque el idioma -cualquiera sea-, el lenguaje en sí mismo, no calca la realidad, ni la experiencia ni la historia. Solo nos da cuenta de sus sombras proyectadas .
Quien relata a otro una vida terminada junto a la tumba, el camino a un galardón, un amor pasado ayer o hace veinte años, unicamente brinda coordenadas. Le dice al otro en qué región del espacio y del tiempo ubicar a los personajes de ese relato. El sentimiento, lo que sintió, lo que vivió, la experiencia en sí de lo otro y de los otros, eso, se lo guarda. No puede dar cuenta de esas minucias que hacían de la presencia de lo otro y de los otros un hecho destacable. No pueden, por hábil que sea su dominio de las letras, indicar el tono exacto de una risa en medio de la noche o el aroma de un bebida compartida. No pueden, por diestra que sea su oratoria, describir el gusto de una piel transpirada en los labios una tarde inundada de calor. Puede poner en su boca palabras como «extrañar», «amor», «angustia». Puede ejercitar la lengua y decir «gloria», «logros», «derrota» y sin embargo no decir nada con ello. Rodea la cosa, la delimita, pero no puede hacerle saber a su interlocutor cuánto duele o alegra aquello porque en modo alguno puede trasliterarse ese lenguaje secreto y único con el que vivimos nuestras vidas.
El psicólogo y el sacerdote, el amigo que nos ve lagrimear en el bar, el desconocido que nos lee en la red, trabajan con un material fugaz e inestable, con algo que no es, para tratar de comprender lo inexplicable y hacer llegar a quien les habla a un estado imposible.
Una historia de amor narrada es, en suma, como cualquier otra historia de cualquier otro tema. Vale lo mismo, ocurre en el pasado y es infiel a los hechos. Es, en suma, algo que con el tiempo aprendemos a resumir a su mínima expresión, con tal de sacarnos de encima su peso, al menos por un rato, aunque sepamos que una vez vacío el aljibe de palabras volverá a llenarse.
Así de ingratas y voraces son ciertas historias. Les damos palabras que no tenemos y nos devuelven un silencio que puja por salir, aunque no pueda.