Roxana

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Subo al colectivo y al sentarme me llega un aroma. Es un perfume. Una mezcla de tilo y naranja. Es un shifter, un embrague, un disparador a otra edad del mundo. Al igual que ciertas canciones y sabores, una fragancia también puede pinchar la memoria para que se filtren recuerdos. La nostalgia se alimenta de eso, de fragmentos perdidos y de años. Aguarda que la cosa más nimia dispare un inside para mordernos la memoria. De pronto, la película. Una plaza, sol, primavera. Una adolescente rubia, de ojos verdosos. Sus labios rosas, su pelo lacio enrulado en las puntas. Pantalón de gimnasia, remera blanca.

Subte

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El boletero que cuenta la historia es pelado, gordo y a la chomba de Metrovías que lleva puesta le faltan solo unos centímetros para dejarle el pupo a la vista. Parece que se llama Rolo. Labura en la boletería de Retiro, línea C. Lo tengo pegado a mí, junto a la puerta del colectivo que cada vez que se abre nos aplasta. El tipo va conversando con otro vestido de seguridad del subte. El boletero lo llama “Piñón”.

Llanto piola

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Pensé que iba a ser un viaje piola porque la vieja con certificado de cáncer se quedó abajo. Vio que la muchedumbre no era muy a fin a su cuento. Me equivoqué. Agazapada iba la vieja Reina de Todas las Rusias. Tiene mil años y sirve café para los gerentes de una empresa multinacional en la que trabajé. Ella habla y se mueve por el mundo, corrige e impugna a los otros como si tuviese un posdoctorado en la verdad más verdadera y el certificado se lo hubiese dado Mahoma. Ella leyó a Sócrates. Borges le mostró su novela y ella le dijo que no era buena por eso Borges no la publicó, pero le dejó el original.

Pókemon

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Pókemon se llama a en realidad Sebastián. Se parecía a Cuauhtémoc Cárdenas, un jugador de fútbol mexicano pero como yo no lo conocía le decía así, Pókemon. A fuerza de insistir, le quedó. Laburábamos juntos en el estacionamiento del aeropuerto de Ezeiza. Pókemon era como todos los que laburábamos ahí, joven, tirando a pobre, medio fulero pero con toda la onda. Le gustaba el rock independiente y las drogas livianas, duras y todas las del medio. Venía de una familia sin padre. Vivía con su mamá y su hermana. Cuando podía se hacía el boludo y no laburaba. También se iba de gira y no volvía a su casa por una semana. Tenía una vida dura de la que trataba de evadirse con lo que tenía a mano tal y como hacíamos todos los esclavos del sector 7G que convivíamos en ese antro infecto, desalmado y multinacional donde en la etapa final del uno a uno conseguías drogas de cualquier lugar del mundo a cualquier hora. Y si no la conseguías, llamabas a la policía aeronáutica y te la llevaban a tu puesto de trabajo.

#niunamenos2

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El chofer escucha una radio, radio pop. No reconozco el programa solo la temática: La hora gay. Pasan fragmentos de canciones latinas y de reconocidas bandas famosas por explicitar su condición como Pet shop boys y Culture Club. Los llamados de los oyentes son todos en plan acusatorio jocoso, que tal es maricón, que tal y tan son pareja, que tal y cual se frotan en algún lugar. El conductor, Beto Casella, se ampara en la buena onda. Algunos pasajeros se cagan de risa y se acusan unos a otros de tragasables, cortachurros y soplapetes.

Consumos

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El consumo de infusiones cobra nuevos matices. Subo al colectivo con un pibe que tiene un vaso térmico. No es la primera vez que lo veo en el conurbano. Tal vez sean frecuentes cuadros semejantes en el tren que viene de Tigre, en las combis de Adrogué o Parque Leloir pero no el 96 o en el Belgrano Sur. En otros tiempos, a lo sumo, los pasajeros se acompañaban con mate, al estilo uruguayo, pero la práctica fue abandonada por las mismas razones por las que se abandonó la lectura del diario sobre el colectivo: No hay lugar para cebar ni leer en un espacio diminuto atestado de personas.

Marcelita y Pepe

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Hace mucho, mucho tiempo, cuando un dolar era un peso, Lanata era bueno y Cristina menemista, estaba el secundario. Era como una fiesta larga y aburrida de cinco años que se ponía buena al final. Ahí estaba ella, Marcelita. Colorada, pecosa, brillante, que hablaba hasta por los codos y de una simpatía que, dicen los que saben, aun conserva. Era tan linda que se daba el lujo que ninguna mujer debería negarse, salía con los tipos que le gustaban. Nunca le faltaba novio. No les era infiel pero los cambiaba con cierta regularidad. Algunos prestábamos atención para encontrarla en un impasse y probar suerte pero la suerte no tiene miramientos con nadie, menos con aquellos que, teniendo 17 años, solían pasar sus tardes mirando los caballeros del zodíaco.

Primitoide

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Un primitoide que va parado, campera roja, gorrito de lana, siente necesidad de escupir en el suelo. No se priva. El resultado es una baba gelatinosa y verde en medio del pasillo. Uno que sube en el 29 no se da cuenta y la pisa. Resbala con ella y tira manotasos a lo loco para no caer. Otros pasajeros lo ayudan. El moco inmundo parece tener ahora una consistencia aceitosa. El resbalón lo esparció y dejó un mancha de 30 centímetros en el pasillo como si alguien hubiese volcado un poco de resina.

Tontis

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Vuelvo en el 96. Creo que tengo fiebre. Me duele cabeza. Voy sentado frente a frente con una rubia y una morocha. Las dos van de espaldas al chofer, junto a la ventanilla. Hablan fuerte. No puedo leer. Esa parte del colectivo está a oscuras. No puedo escuchar música, tengo rota la fichita del aparato. No puedo escribir, me queda poca batería. Sólo me queda escucharlas. Hablan tan fuerte que su voz es mayor al ruido del motor.

Pasajero en tránsito: Micky

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Voy parado pero la fortuna me sonríe, puedo apoyar la espalda contra un caño. A mi derecha va una pareja de unos diecisiete años con pinta de venir de una gira larga. Ella lo cargosea y le habla sin parar. El pibe escucha rock barrial a todo lo que da en su teléfono y no le da pelota. Atrás de ellos, sentados, van Micky y su mamá. Micky, que no se llama Micky, tiene un retraso mental severo, sólo balbucea a los gritos y debe tener unos cuarenta. Su mamá siempre lleva un rosario en la mano y cuando no lo calma o le limpia la baba está rezando. No es para menos. Micky se pone nervioso con los embotellamientos y las muchedumbres. Y grita. La Ferrere no es, por cierto, su lugar en el mundo.

Ritual

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Subte d. Estamos parados bajo la 9 de julio por un desperfecto técnico impreciso y fantasmal. Media hora asándose con la hinchada de River que toma fernet y canta a los gritos. La formación no avanza ni retrocede. Los cánticos en la boca de los 7 borrachos del vagón en el que viajo se van volviendo pastosos, confusos. Sin embargo insisten con un catalogo que abarca, sin repetir y sin soplar, veinte minutos largos.

Pasajero en tránsito: Volvió Culito

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Sí, un poco sexista; sí, un poco recontra desubicado, también. Pero la cosa es que tengo un registro mental de la gente con la que viajo ubicándola por algún rasgo distintivo. Suele pasar. Años saliendo más o menos a la misma hora, tomando el mismo colectivo, abarrotado contra los mismos otros, hace que algún indicio de sus vidas quede en la memoria. Ni hablar de sus conversaciones con otros o por celular, siempre empezadas, sin contexto, que permiten suponer -amanecido y sin desayunar- que los otros son paradigmas de la inocencia o la culpabilidad y con mucha probabilidad, ambas a la vez.

Otros jipis

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Tren línea Roca a Bernal. Tres pibas jiponas con ropas de colores. Traen sahumerios en una bolsa y los van oliendo. Tienen piedras de colores y hablan entre ellas de sus propiedades energéticas. Van sentadas en el suelo. Conversan sobre la espiritualidad y las bondades de hacerle el bien al otro, de vender comida en las puertas de las fábricas y las escuelas. No pueden estar sentadas ahí.