Julia no se llamaba Julia. Ni Marcos se llamaba Marcos. Es más no recuerdo cómo se llamaba. Es más, nunca lo conocí en persona. Escuché lo que ella me contaba, la taxonómica narración que hace el amante de su oscuro objeto de deseo.
Browning decía que el enamorado se aleja tanto del ser amado que no lo saluda al cruzárselo en el cielo. Algo de eso le pasaba a Julia cuando hablaba de Marcos. Se aferraba a una idea de Marcos que no era ni podía ser real.
Era 1999. Julia tenía unos treinta y pocos. Yo tenía 19. Era una de las mujeres más bellas e inteligentes sobre la faz toda del universo. Tenía la voz de las mujeres que leen tomando whisky. Le gustaba Laura Paussini y Pink Floyd. Había sido mi profesora en el secundario. Nos habíamos vuelto amigos. En realidad me la quería levantar pero, sinceramente, no me daba el cuero en esa época y no me lo daría ahora. Mucha arena pa’ mi camioncito, se diría.
Al terminar el secundario yo no tenía trabajo, debía inglés de quinto año y era más pobre que el chavo del 8. Ella tenía un pasar más relajado que el mío y gambeteaba el final del menemismo mejor que muchos. Me dio un laburito part time como asistente personal en su casa. Le arreglaba la computadora, le ordenaba papeles, cosas por el estilo. Era más una gauchada que una necesidad en sí misma. Con lo que me pagaba me compré mi primer grabador de periodista.
Como decía, le iba bien en lo laboral pero el resto de la vida se le complicaba. Muchos años antes había perdido un hijo y le pesaba. Tenía otro de unos 10 años. Se había separado tiempo atrás del padre del chico, del cual hablaba pestes. Ese mismo año, también, se había separado de un fisicoculturista de derecha con el que había convivido largo tiempo. A él sí lo conocí, coleccionaba arañas y pensaba que todo lo que no fuera Black Sabath era música de putos. Tenía una tarántula bestial que comía lauchas. Su tenencia estaba prohibida en medio occidente. Cuando lo cruzaba, el tipo, que era un gigante que siempre andaba en musculosa, se me acercaba intimidante y buscaba tirarme la lengua, “¿Sale con alguno, no?” Me preguntaba. “¿Vos sabés que si me contás te pude ir muy bien, no?”. Un limado. La visitaba. Como toda ex pareja a veces recaían y bueno, pasaba lo que pasaba. Yo llegaba por la mañana y el salía con una sonrisa y no me registraba. A veces salía a los gritos y me miraba como el alfeñique de 50 kilos que era. Ella jamás hacía referencia a la presencia errática del urso. Yo no preguntaba.
La cosa es que ella conoció a Marcos. Era peluquero de esos que se hacen llamar “cuafer”. Separado, con una nena de la edad del hijo de ella. Tenía un local a toda castaña en Ramos Mejía y se hacía el amanerado para garchar de lo lindo con sus clientas. Un capo. Y, obvio, la vio y no se la quiso perder. Hizo un laburo fino y se la ganó. Y mejor aún, se enamoró, loca, perdida, maravillosa, tortuosamente. Y ella también, pero no de él sino de una fantasía que mezclaba todo lo que no tenía y deseaba; una fantasía en donde sus ex no le rompían los ovarios, donde el pasado no le dolía, donde ella tenía el control pleno de sus sentimientos y estados de ánimos. Pero ese tipo entelequias se llevan mal con la realidad. Ya lo decía Platón pero la gente siempre elige al prosac. Y hace bien porque Platón era bastante forro, pero ese es otro tema.
Garchaban, la pasaban bien e intentaron mezclar hijos y salidas. Pero a veces le ponemos la mejor onda a las cosas y las cosas, muy putas ellas, no se dan por enteradas. Algo a ella no le cerraba. Lo que me contaba, el discurso que hilvanaba sobre esa relación era un cúmulo de pequeñas histerias de ambos, de deseo y de insatisfacción.
Una mañana llegué y ella lloraba. El nene no estaba. La casa, a oscuras. Silencio. Llanto. Le hice un té. Habían discutido y el tipo, con ella llorando en un sillón y la mano en el picaporte, la miró y le dijo algo así como “Julia ¿En serio querés que me vaya?”. Se lo repitió “Julia ¿En serio querés que me vaya?”. Y ella no le contestó. Marcos se fue.
Ella lloraba y lloraba y abrazaba un almohadón y se recriminaba no haberle dicho nada, no haberlo parado. No sé otros, pero a los 19 años, creía sinceramente que el amor triunfaba a pesar de todo y, además, me parecía que ningún heterosexual, por muy pulenta que se creyera, podía dejar una mujer como aquella. Así que le di ánimos ¿Qué otra cosa podía hacer un adolescente con aires de poeta que pensaba que la revolución estaba a la vuelta de la esquina? Le dije que era la calentura del momento, que las cosas se iban a recomponer cuando se tomaran unos días para aclarar las ideas. Que tarde o temprano iban a volver a ponerla y podrían filmar su propia peli porno. Sonrió. Manoteó esa esperanza y la abrazó como si fuera ese pedazo de sillón que sostenía. Tenía la cara descompuesta pero en los ojos estaba el fuego de quien piensa que el futuro siempre es mejor. Pobre.
Lo fue a buscar un par de veces a la peluquería de señoras chetas y Marcos la sacó cagando. En una ocasión Julia le dijo que lo amaba, que no podía vivir sin él, que sentía que se moría y todos aquellos lugares comunes que tanto le gustan al que sufre. Él le contestó con una frase escandalosa, una frase inmoral, inhumana, cruenta, asesina de dioses, es decir, con la verdad: “Nadie, Julia, nadie se muere de amor”. Y cada vez que Julia insistía y el tipo la rechazaba a mi me daban ganas de tirarme de un puente porque no entendía cómo era posible aquello ¿No era que el amor siempre triunfaba? ¿No era que si uno se arrepentía la justicia te hacía el honor de la misericordia? Bueno, no. El mundo no funciona así y me anoticiaba en ese momento porque en algún momento hay que aprender que no basta con la buena voluntad para casi ninguna cosa aunque se piense eso cuando los hijos regalan esas porquerías hechas con palitos de helado.
Julia lloró meses enteros, inundaba su casa con el llanto, las calles de su barrio, el baúl de su auto con el agua de sus ojos. Con el tiempo, ese perro lento para los mandados, dejó de llorar. Me juré a mi mismo no darle esperanzas a nadie. Y cada vez que involuntariamente lo hago y todo se va al carajo, y el amor no vuelve, o no llega, o la revolución no es como la esperaban, y la mesa servida es para otros, y billete se va, y te gana un cuatro de copas, bueno cada vez que pasa eso me acuerdo de Julia y de Marcos.
A ella dejé de verla hace casi veinte años aunque muy cada tanto me llegan noticias. Cuando camino por Ramos Mejía y paso por peluquerías paquetas flasheo con algún Marcos. Así es la vida, en realidad fue fabricada para darle poca importancia sino te tenes que dar un corchazo. Y en estos tiempos la vida vale menos que la bala que la mata.