Chofer romántico. Desde que subí tiene a toda castaña clásicos de Alex Ubago, Chayane, Cristian Castro y Alejandro Montaner. Según quien lo piense, el género latino puede ser una tortura o un bálsamo para sortear el segmento del recorrido que habitualmente se hace en 20 minutos y nosotros en 50.
Las conozco a todas, digo, a las canciones. Las tarareo y podría recitarlas de memoria así que no me joden tanto. Lo que si me jode es el palurdo que en algún lugar, entre el gentío mastodóntico que me rodea, silva cada canción chingándole al tono. Incluso si la pegara sonaría horrible porque a los lentos no se los silva, se los tararea con vos finita como sabe cualquier cantor de ducha.
Hasta que llega a la autopista colapsada. Conocedor del paño, el chofer impone soluciones radicales ante problemas extraordinarios: Pone cuarteto. A más no poder. Desde donde estoy veo los parlantes potenciados portátiles que tiene. Los va a desconar. La música es rabiosa. Hace media hora que no avanza pero cuando pone un megamix de Gilda el bondi se vuelve una fiesta. Casi que parece una conversión zombi masiva. Los cuerpos sufren espasmos. Las caras rígidas, cagadas de sueño trocan en caras de relax, se abren las ventanillas y comienza a entrar la brisa. Una vieja hace el intento de quejarse del volumen. Desde el fondo le cierran el culo. Todos esperamos, algunos con deseo, otros con resignación, que suene Rodrigo. Llega. Falta el mate y parece una kermesse. Todos se sienten mejor.
Se mienten. La vida, igual, es un soruyo.