Bajo del 98. Hace frío. Otra vez me olvidé de ponerme los calzoncillos largos. En honor a la verdad no me olvidé, me dio vergüenza ponérmelos en la facultad así que me arriesgué. Obvio, perdí como en la guerra.

La cosa es que troto hasta la parada. Cuando cruzo Brasil me encara una laucha, chiquita, gris. Como estamos bajo un farol le veo bien el pelo, parece suave. Tiene dos opciones urgentes que afrontar, pasar bajo mis piernas o saltar del cordón y atravesar la avenida. Lleva un pedacito de carne en la boca. Es un bichito tierno, demasiado chico para lo que lleva y demasiado chico para saltar el cordón. Igual da un salto. Le pifia al impulso y se estrola contra la calle. Se repone triunfante sin soltar el botín. Tarde. Un colectivo que dobla le pasa por arriba. Lo que queda se parece a la vida: Un conjunto disperso de malas elecciones.

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Antes de la esquina entro a un maxikiosko que atienden dos formoseños que se hacen pasar por paraguayos. Uno vende celulares hasta las 3 de la mañana. El otro se encarga del kiosko propiamente dicho. Con ellos está un cubano que con mucho espamento les explica las reglas del beísbol. Sus movimientos no me dejan pasar a la góndola. El tipo ni se entera cuando estiró el brazo y agarro lo que quiero. Pago. Al darme el vuelto el formoseño se persigna sin mirarme.

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Llego a la parada. Como hace rato que finalizó el horario de protección al menor puedo decirlo sin pruritos: La parada está hasta la pija. Son las diez y media de la noche y hay, fácil, 80 infelices esperando. En lo de infeliz me incluyo. Llega. No todos suben. Muchos están esperando el semi a Villegas. Me siento de casualidad. Me duermo mal. Al llegar a Laferrere la flaca que está sentada a mi lado me despierta para bajar. Me sonríe mucho. Cruza miradas con uno que va parado. Sospecho haber roncado de un modo muy, pero muy poco elegante.