Estoy en el parque Rivadavia. Tengo que hacer tiempo. Llego cagado de calor. El lugar está hasta reventar. Repleto de chicos de todas las edades. Veo a lo lejos un árbol en el cual apoyar la espalda. Llego, me siento, me saco los zapatos. Hay dos chicas que deben arañar los 15 años sentadas a unos metros. Mientras me acomodo y saco un libro la charla que tienen se vuelve clara. Pasa todo en un segundo. Las dos están serias, una lagrimea. La más resuelta le dice:
-Mirá, yo te quiero desde siempre.
-Yo también- le dice la otra -pero no se puede.
La resuelta tiene el pelo negro y largo. Me da la impresión que todavía juega a saltar la cuerda o al antón pirulero. Le agarra la mano a la que lagrimea y se la lleva a su pecho. – Te amo- le dice y le encaja uno de esos besos repletos de ternura que parecen fundar al amor. Uno de esos besos que olvidan o ignoran que antes de ellos también hubo amor o calentura y que por ellos o gracias a ellos incluso se ha llegado a matar sin pausa ni cuartel.
Estoy en un problema. La situación me da un pudor gigante. Si me levanto y me voy corriendo lo van a notar y quedo como un chismoso homofóbico o como un pajero con culpa. Si me quedo y se apiolan quedo como un pajero. Y pasa. Luego de un beso largo y con los ojos cerrados las dos están rojas, conmocionadas. La que lagrimeaba mira a su alrededor buscando ojos que la impugnen. Me mira. Sus ojos se llenan de lágrimas. La otra, desconcertada, me mira. ¿Qué digo? ¿Qué digo? ¿Qué digo? Busco en mi memoria emotiva y encuentro la mejor cara de pelotudo que tengo, esa que utilizo cuando escucho la pregunta “Vos y yo ¿qué somos?”
-Nada, usen forro- les digo.
Se miran y se empiezan a reir. Agarro los zapatos, la mochila y me voy lejos de su vista para no incomodarlas.
Fueron 60 segundos demasiado largos para alguien que solo quería dormir en el pasto. La educación sentimental de los otros siempre es una impostura.