-No soy digno ni de un llamado por las fiestas- Me dice Marcos mientras se sirve el quinto Campari de la noche. Apenas si probó una empanada. No le hace falta. Las fiestas, como a todos, le dan la posibilidad de llenarse el buche con el reflujo de la nostalgia. Extraña a Venus pero Venus no lo extraña a él. Es lógico, se casó. Cría a sus gatos y disfruta de las mieles de su desnudez en otra compañía. Marcos es ahora como ese polvo al pasar con un desconocido una noche en la que nos pasamos de tragos en una fiesta quién sabe dónde. No significa nada. La bebida lo pone elocuente pero no hace más que enrular el rulo y lo sabe. Anochece, hace calor y los mosquitos lo distraen de sus ideas y en el fondo lo agradece. Quiere creer que de a poco se va curando de la fractura expuesta que le quedó en el alma. Esta noche parece que no le sale. Cuando se queda sin repelente mira al cielo. Sé que le reclama a los dioses por algo más pero solo dice «la concha de dios».
Estamos en Tristán Suárez, en la casa de Ana, hermana mayor de Marcos. Cuarenti algo. Bien conservada. Un pibe de 12, fanático de un youtuber que se hace llamar Fernanflo o algo así. Se separó después de 16 años de matrimonio, a fines del 2019. Al tipo lo vi un par de veces. Un urso oscuro, mal llevado y parco que mide dos metros y se dedica a parquizar o a podar árboles en barrios chetos. Un jardinero con aires, en una palabra. Venían llevándose mal. Ella le propuso abrir la pareja, garchar con otra gente, incluso. El tipo la sacó cagando. Al poco tiempo Ana le revisó el teléfono. Y qué va, el chabón tenía una amante. Le puso las cosas en un par de bolsos, como pudo desenterró unas palmeras que al tipo le encantaban pero ella odiaba y se lo dejó todo en la vereda. El tipo llegó y sin decir palabra agarró las cosas y se fue. Ahora le reclama un dineral increíble por la casa. Ana me cuenta, mientras toma su Campari, que la re parió. Pasó noches enteras tirada en el piso llorando convertida en un estropicio humano. Luego se le acomodaron un poco los patos. Como está buena no le costó conseguirse un chongo. La re pegó porque arrancaba la cuarentena así que los días que el pendejo se quedaba con el padre el chongo se instalaba. Todo iba de maravillas hasta que, cerca de noviembre, Ana le dijo que se estaba enamorando. Al chongo no le dieron las piernas para salir cagando. Y si te he visto, no me acuerdo. Otra vez el llanto para Ana. Otra vez sentirse como el culo y empezar a pensar que es vieja y que se va a morir sola. A diferencia de Marcos, ella es más estable y en lugar de beber para olvidar mira memes en Instagram hasta que la vence el sueño. No le gusta rumiar derrotas, al fin y al cabo, se quedó con la casa. Cuenta que hace dos o tres semanas cayó el ex marido a hablar cosas del pibe. En algún momento sugirió que estaba solo, que las cosas no le iban bien. Algo ya le había adelantado su hijo. Le dijo que el padre andaba raro, como triste. Ella cazó al vuelo el asunto. Ahora, era a su ex marido al que lo habían dejado. No se alegró. En todo caso, sintió pena por el tipo porque, tal y como es, no va a encontrar a nadie que lo contenga y le de una mano. Ella, por supuesto que no. «Ya no es mi problema», dice. Se queda callada y mira hacia la noche, también en silencio, hacia el mismo punto en lo oscuro en el que lo hace Marcos.
Al rato me preguntan a mí qué tengo para contarles. Quieren que les hable de amor, de mis aventuras y desventuras sexuales, de mis pesares o mis pajas en el encierro virósico sin saber si mi gente se moría o no. Les digo que no, que no hablo de eso. Que, en todo caso, soy como los jueces, que hablan a través de sus fallos. Se ríen. Marcos agrega que mis fallos son muchos así que será una noche larga. Ana lo festeja. Les propongo, para no ser aburrido, contarles historias que escuché durante el encierro. Historias de gente que flipó de soledad y me llamó o me escribió de madrugada para ver si así la soledad se quedaba sola. Protestan pero es eso o sentarse a ver videítos de Fernanflo en youtube y la cara del tipo no los convence. Pienso, pienso. Se me vienen dos a la cabeza.
Les cuento la historia de Rebeca. Formoseña. Ultra recontra jipi. Psicóloga. La conozco hace años. Vino a Buenos Aires a estudiar comedia musical y terminó laburando en el Borda cuidando gente que quedó afuera de todo: de la razón, de la sociedad, del sistema de salud, de todo. Locos que por ahí no lo están tanto pero que no tienen otro lugar para ir más que el manicomio. La cosa es que tuvimos algo que duró lo que un pedo en una canasta. Años después medio borracha me confesaría que me dejó porque conmigo se aburría. Quedamos amigos. Cuando se recibió juntó unos pesos y con algo de ayuda de la familia se fue de viaje por el mundo. En realidad solo le alcanzaba para patear América Latina pero queda mejor decir «por el mundo». Quería ir a Chiapas y a buscar al amor de su vida. Tenía algo en vista, uno que había conocido en no sé qué congreso. Se tomó el avión y se fue. Meses después chateamos. Le pregunté qué tal Chiapas. «Me fui. Mucha pobreza». Ahhh, estos pogres, pensé, siempre romantiqueando lo que otros llaman correr la coneja. No se lo dije. En ese momento vivía en una playa mexicana, Cancún, Del Carmen, una mierda de esas. Laburaba haciendo collares con media docena de jipis cosmopolitas venidos de todas partes del globo. Es la época de su vida que recuerda con más cariño. Luego de eso empezó a bajar por el mapa hasta que en Honduras o algún lugar de esos encontró a un nativo. Le partió la cabeza y se enamoró. Del otro, el del congreso… gracias por participar.
El nativo vivía literalmente en taparrabos en medio de la selva comiendo papayas y trabajando la madera. Nativo posta, tipo extra de la película La Misión. El flaco la vio, rubia, ojos claros, recontra ultra buena y ahí nomás se le arrimó. Yo hubiese hecho lo mismo en pos de expurgar siglos de colonialidad opresora. El tipo la sedujo con amabilidad, ternura y un sex appeal salvaje y milenario.
Laburaban por techo y comida en una hostería en mitad de la selva propiedad de un Ginebrino exiliado de mil revoluciones. Hasta que quedó embarazada. Muy lindo el jardín del Edén pero hasta el jipi más desconado se da cuenta que vivir a 500 km del hospital más cercano no es una idea piola si se va a tener un bebé. Más aún si estás en el tercer mundo. Así que lo convenció al nativo de venirse a Buenos Aires. Vinieron. El chabón se recontra cagó de frio. Acostumbrado a vivir en bolas a 40 grados de pronto pasó a que se le congelaran las ideas. Como acá eran los inicios del macrismo, de laburo, ni noticias. Se fueron a Formosa. Allá, lo mismo. El tipo quiso laburar la madera, como en su patria, pero resulta que la madera de allá es más blanda. En su selva tardaba, pongamoslé, un día en hacer una silla. Con la madera de acá, una semana. Se quería matar. No se hallaba. Y encima, la cara de indio lo vendía. La policía formoseña, tan gentil como la bonaerense, vivía parándolo y cagándolo a palos por portación de rostro como hace con los nativos autóctonos porque no da andar haciendo diferencias nacionalistas cuando se les puede pegar a todos por igual. Se hinchó las pelotas y se volvió a su selva. Rebeca y el recién nacido, lo siguieron, una por amor, el otro porque no le quedaba otra. Volvieron a laburar a la hostería pero el nativo ya no fue ni tan amable, ni tan tierno, ni tan seductor. Se iba y volvía a los tres días. Le daba al chupi. Creo haber leído entre líneas que le pegó un par de veces pero no lo afirmaría. El nene empezó a somatizar la situación, ahí en medio de la selva, sin asistencia. Ataques de asma. Rebeca tardaba 3 horas en un colectivo que atravesaba la selva para llegar con el bebé a una salita de primeros auxilios donde a veces no había quién la atendiera. Duraron unos meses y ella dijo «hasta acá llegó mi amor» y con todo el dolor del alma y endeudándose hasta la manija arrancó para Argentina. Acá, madre soltera, le costó un ovario y medio despegarse de su familia pero luego de varios años más o menos se paró. Come caliente, el techo no le llueve y todavía puede pagarlo. Extraña a horrores la vida de antes, la libertad de hacer y deshacer con sus días y noches lo que se le cante. Le pesa la maternidad, imagino que como a todas las madres, pero sola se le hace cuesta arriba. A veces llora de rabia, a veces, de tristeza. No sé si se le fue el amor por el nativo. Tuvo un par de chongos pero arañando los cuarenta, con un pibe y tres laburos no hay mucho mercado por explorar, sobre todo en un pueblo de Formosa donde te tirás un pedo fuera de lugar y al instante todos lo saben. Hace lo que puede. Creo, se lo dije, que haber transitado un poco por los sin sabores de la vida la hizo una mujer mucho más interesante, un poco menos ingenua, algo más cercana al principio de realidad. Me mandó al carajo.
Marcos y Ana se ríen. No sé si les gustó la historia o el modo de contarla. Están en pedo. Descalzos. Marcos prende un porro que ni Ana ni yo aceptamos. Son las tres de la mañana y unos vecinos paraguayos decidieron que era la mejor hora para sacar los parlantes a la calle y poner cumbia a toda castaña. Tienen un taller metalúrgico clandestino y están colgados de la luz. También tienen una ventana muy sospechosa que parece una despensa de drogas. Marcos dice que no, que un día se cruzó a preguntares y que fueron ellos quienes terminaron mangándole a él. Ana levanta una mano para saludarlos de lejos. Los paraguayos le contestan el saludo y uno le grita «Esta es para vos, mi negra». Al instante suena un tema de la Nueva Luna. Ana casi que se mea encima.
Abrimos un paquete de garrapiñadas y un budín marmolado que reempujamos con una sidra tibia y asquerosa. Me reclaman la otra historia. Arranco.
Irina. Politóloga de una universidad privada muy bacana. La conocí en el laburo. Ella estaba en otra área pero almorzaba con mis compañeras así que al menos podemos decir que había buena onda. Irina es como una muñeca. Es tan sexual como cualquier mujer pero es tan pero tan linda que casi parece una falta de respeto imaginarla teniendo sexo oral o gritando guarradas. Es casi el súmmum de la lindura si le quitamos la manía por la perfección que le imprime a todo. Y cuando digo todo es todo. Los zapatos, las carteras, los libros, las notas de su maestría, las tasas, los escritorios, las ventanas, las películas. Todo debe ser perfecto como lo dicta su capricho o se convierte lisa y llanamente en una mierda.
Hace media vida vivió con un tipo al cual amaba con locura. Tenían sus mambos, como cualquier hijo de vecino, hasta que un día Irina volvió al departamento y se encontró con que no había nada. Nada. Nada. Nada. El tipo se había llevado todo. Eso sí, le dejó los cuchillos. ¿Qué clase de persona se va y considera un acto de justicia dejar solo los cuchillos? Uno se lleva, en el mejor de los casos, lo que pagó de su bolsillo. Una heladera, el tacho de la basura del baño, el seca ropas. El tipo se llevó todo eso pero dejó los cuchillos. ¿Qué le pasó por la cabeza al chabón? Solo los dioses lo saben. Imagino que algo grave porque ningún heterosexual en sus cabales abandonaría a una flaca como Irina pero bueno, los pingos se ven en la cancha e Irina probablemente sea una rompe bolas de primera, lo que no quita que haya sido una guachada dejarla en pampa y la vía solo porque le gustan las cortinas del baño con diseños de Mondrián. Lo más probable es que el tipo anduviera de trampa con otra menos perfecta que lo zarandeaba como ninguna de un lado para el otro en la cama. También puede ser que fuera un pelotudo. Siempre es una posibilidad.
Irina, como Ana, también la parió un tiempo hasta que se puso de novia con un economista con el que laburaba. Casi que estoy tentado a decir una frase tipo «nunca un mecánico o un bicicletero» pero me contengo. Uno sale con la gente con la que se cruza, que tiene a mano. Por eso las modelos salen con empresarios y los aristócratas europeos con otros igual de aristócratas que ellos. El economista era de esos muchachos que juegan al rugby con sus amigotes del secundario y hacen todo juntos. Juegan juntos al futbol, van a recitales juntos, van de putas juntos y se casan y tienen hijos todos juntos porque así les enseñaron que es el tercer tiempo. Pura camaradería.
Irina se fue con su novio en un viaje de trabajo a París. Secretamente, y acaso no tanto, fantaseaba que el economista le pidiera casamiento a los pies de la Torre Eiffel, con anillos de brillantes, violinistas y los niños cantores de Viena llevados exclusivamente para la ocasión. No pasó. En cambio, el tipo le pidió casamiento una tarde de sábado en la que volvían de jugar al paddle. Peor es nada.
Irina tuvo el casamiento que toda princesa sueña. Días antes, con sus hermanas, fue a dejar una docena de huevos a no sé qué convento de barrio Norte para que no lloviera el día de la fiesta. Una de esas tradiciones falopas de la gente paqueta. Fue en enero o febrero, un día que el sol rajaba la tierra. La monja que la atendió casi que la puteó por obligarla a salir a la calle con su hábito negro y blanco para recibir unos huevos de mierda. Las hizo rezar tres padres nuestros y las mandó a cagar con una bendición. Creer o reventar, no llovió, aunque lo más probable es que no lloviera porque no era estación de lluvias pero bueno, los creyentes son así, les basta un solo signo pa’ funda’ un abecedario. Marcos se ríe de la ocurrencia. Ana no.
No había pasado un año que tuvieron un hijo, de catálogo, lindo por donde se lo mire y no como eso bebes a los que no hace falta escucharlos llorar para saber que son horribles. Al poco tiempo, Irina y su marido se separaron. Unos meses después ella se operó la nariz. Nadie nunca entendió por qué. No le hacía falta, era una belleza así como estaba. Le quedó rara. No fea. Hay que tener muy mal pulso como cirujano para arruinar esa belleza pero como que no era muy armónica. Al mundo le importó poco porque Irina empezó a garchar seguido, variado, multirracial y en todos los idiomas surgidos de la Torre de Babel para acá. Vaya uno a saber por qué, si porque se empoderó, porque maduró o qué, pero a la decena de candidatos de siempre se le sumaron otros tantos. Incluso densos, pesados. A la mayoría los descarta.
Marcos y Ana están a punto de preguntarme a dónde quiero llegar con esto. Les cuento que la vida de Irina, más allá de los sinsabores más o menos comunes que todos tenemos, no es un jardín de rosas. No corre la coneja, es cierto. Es joven, exitosa en su profesión, respetada etc., etc. Pero Irina esconde algo. No sé decir qué es pero es algo con ella misma. Una insatisfacción más incómoda que la que solemos tener cuando el espejo nos devuelve el reflejo tamizado por nuestra mirada. Algo que la hace estar a prueba todo el tiempo, rindiendo examen a toda hora, a cada minuto. Una incapacidad para estar en silencio mirando el techo y conversando consigo misma sin producir nada. Una hiperquinesia que sospecho que se vuelve una tara en su vida. Durante la cuarentena me llamó un par de veces. Me contó que su papá estaba enfermo con alguna variedad de cáncer ni muy agresivo ni muy inofensivo pero que estaba preocupada y no podía verlo. Su calma parecía un poco impostada, como si estuviese al borde del llanto. Supongo que me lo contaba porque no iba a devolverle esos lugares comunes de la lástima. Creo que me lo contaba para ponerlo en palabras y al mismo tiempo procesarlo. Algunos psicoanalistas que abusan del alcohol dicen que poner en palabras el dolor es el inicio del camino de la cura. No nos dicen nunca la cantidad de peajes que hay en el medio.
Marcos y Ana ya no están en estado de seguir escuchando. Creo que se dieron por satisfechos amén del pedo fenomenal que tienen. No insisten en que hable de mí. Pura ganancia. Mientras se van a dormir y me preparan un colchón cerca de un aire acondicionado ruidoso me quedó junto a un árbol empinando lo que queda de una sidra gelatinosa. Ya no se escucha cumbia en el barrio. Los de enfrente cerraron el portón y apagaron la luz. Muy a lo lejos en el cielo se ve que no queda mucho para que empiece a clarear. Busco el punto en la noche en la que Marcos y luego Ana fijaron la mirada para perderse en sus propias ideas. Creo que lo encuentro. Yo también digo «la concha de dios» y pienso en algo. Luego, me voy a dormir.