Constitución, frontera última. Minas Tirith contra la barbarie. La humedad hace que los vahos de la basura impregnen el aire. Hay porquería en cada baldosa. El camión repositor del local de McDonald’s está cruzado en mitad de la avenida Brasil, junto al campamento que protesta por la estafa en el paseo de compras.
Alguien dice que la mugre está desde el mediodía, cuando columnas del MST y la corriente Aníbal Verón se juntaron en la estación para marchar desde ahí hasta Plaza de Mayo. El olor es asqueroso. Una trabajadora sexual ancha y con las tetas al aire que está en la esquina de Brasil y Salta grita que no lo soporta más, que el olor va a matarla, que está harta. Paso por ahí justo para verla sacar de la cartera un frasco de colonia y tirarse el contenido en el escote. No se frota, no se embebe, se lo derrama; primero en el escote. Luego en pelo. Como si estuviese abrasada por el calor y echara encima agua fresca. Queda bañada en colonia. El olor es penetrante, casi escandaloso. Es una suerte de aceite de bebe hiperconcentrado que tarda en escurrirse por la vereda hasta el cordón. El viento lluvioso lo esparce por toda la cuadra. Soy muy obvio y pienso en aquel episodio tan fetichista en el que María de Magdala le frota las patas a Jesus con perfume. A mi no me calienta pero el porno con motivos bíblicos ha dado mucho metraje fílmico con eso. Al perfume solían suplirlo con otros fluidos pero ese es otro cantar. Al fin y al cabo los caminos del señor son misteriosos.
Olor a porro y a paco. Olor a vino y vómito. Ahora, colonia. La década larga de fumador al fin me brinda un ventaja; por las caras a mi alrededor entiendo que percibo menos que el resto. Hay un viejo en la fila, petisón, de boina. Tiene pinta de albañil. Manos agrietadas, bolsito, cara curtida de sol. Mete la mano en el bolsillo de la camisa. Cuando veo lo que saca, me presigno. Está usado. Igual lo va a prender. Se lo pone en la boca, lo chupa y lo deja quieto. Del pantalón saca una caja de fósforos y le manda mecha. Lo que tiene entre los labios es casi una leyenda. Prende un toscano despunte de avanti, la resaca indigna del tabaco. Ni Chuck Norris es tan macho para no morir con eso. El efecto social es instantáneo. Todo olor acaba allí. El aroma de la putrefacción humana encuentra su límite infranqueable, el borde de su espejo. Una piba tiene arcadas. Un tipo con aspecto de duro comienza a toser. Mi pañuelo palestino a penas me defiende. El humo blanco que larga se asemeja a una niebla espesa y pantanosa. Llega el 96. El viejo lo apaga en el piso y se lo guarda. El olor lo sigue y aun apagado llena en colectivo. El chofer hace una pregunta retórica “¿Quién se cagó?”. Nadie duda. El viejo, incolumne. Arrancamos. Al llegar a la esquina el colectivo frena. Desde mi asiento veo a trabajadora sexual perfumada gritarle con la cara desencajada al policía que está enfrente “no lo soporto, rati, no lo soporto más”. Tiene el frasco en la mano.