Desde hace un tiempo me ronda la sospecha que el ejercicio de la palabra es un acto inútil. Sospecha complicada para alguien que -con sus bemoles- se dedica a la comunicación y sus orillas (sobre todo sus orillas).
Es una sospecha pesimista. Es una duda oscura porque atenta contra la idea de cambio posible, contra la esperanza. Pero es una duda que una vez que muerde no suelta porque la realidad -ese constructo -esta ahí, para demostrar que nada de lo que decimos hace que la dinámica de las cosas sea distinta. Cambia lo que tiene que cambiar a fuerza de martillo, de golpe, de cuerpo pero no de palabras.