Blancas palomitas

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Son un fenómeno del paisaje, habitual, pero también disonante. No es que no están, no son o son una entelequia, no señor, están ahí, pero se camuflan hasta que llega diciembre o febrero. Esa es su temporada alta, solo que, a diferencia de los comerciantes de lugares turísticos, estos no roban, o sí, pero de otra manera. Son los que se llevaron materias. Por vagos, lelos, mal afortunados o simplemente porque el profe les tiene bronca por votar a Milei y querer vivir del mundo cripto, lxs pibitxs andan en uniforme o guardapolvos cuando la muchachada sale a comprar el pan dulce o la espuma del carnaval. Sus caras lo dicen todo, caras de hartazgo no asumido, de calor, de querer irse a boludear como lo hacen los que tuvieron el buen tino de copiar la tarea sin alardes. Ni hablar si los padres los amenazaron con sacarles algo o lisa y llanamente molerlos a palos.

Ricky

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La calle da para todo. No sé si lo suficiente como llamarla universidad, pero lejos no le anda. En la universidad uno se encuentra con conocimientos contraintuitivos. Cosas que no pueden ser y resulta que sí, que son. Infinitos más grandes que otros, árboles que literalmente emiten sonidos, con edición génica, con sangre que se vuelve verde y cosas así. En la calle uno se encuentra, siguiendo esa línea, con tipos que cantan a los gritos canciones de Ricky Martín. Posta. Hoy me crucé con uno.

Tiempo muerto

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El tiempo muerto. Eso es lo peor del bondi. Cuando vas amontonado a cuatro decenas de personas y no podés leer porque no hay margen para dar vuelta la página, ni boludear con el teléfono por cagazo a que te lo afanen. Cuando no podés escuchar música porque el colectivero o los otros pasajeros se pasan de rosca con lo que escuchan y entonces invaden tu espacio personal sonoro por más que intentes defenderte con tus auriculares vomitando Death metal a toda castaña. O hay tanta gente apilada que no podés cambiar la canción y te fumás entero el disco de Lali sin poder hacer nada.