El tiempo muerto. Eso es lo peor del bondi. Cuando vas amontonado a cuatro decenas de personas y no podés leer porque no hay margen para dar vuelta la página, ni boludear con el teléfono por cagazo a que te lo afanen. Cuando no podés escuchar música porque el colectivero o los otros pasajeros se pasan de rosca con lo que escuchan y entonces invaden tu espacio personal sonoro por más que intentes defenderte con tus auriculares vomitando Death metal a toda castaña. O hay tanta gente apilada que no podés cambiar la canción y te fumás entero el disco de Lali sin poder hacer nada.
Lo peor del tiempo muerto es que cuando conseguís aislarte del resto de los otros todavía quedás vos, en tu propia compañía, inmune al subterfugio de los otros y entonces el balero se enrosca y quedás vos, ahí, con suerte agarrado al pasamanos, con suerte apoyando en algún lado, rodeado en todos los flancos pero solo, con tus ideas adentro del caño humeante de la rumia, apuntándote a la frente sin misericordia.
Algo así le pasa al pibe con los ojos delineados que va sentado del otro lado de la barandita que separa al no man’s land de los territorios del fondo. El pibe va sentado en el primer asiento de la fila individual. Tiene tres personas gruesas que la estampan contra el vidrio. Es morocho, tiene ojeras. Usa auriculares y un perfume dulsón y penetrante, casi escandaloso. Tiene la mirada clavada en el vidrio, perdida. Cuando al entrar a Ciudad Evita divisamos la estación Querandi del ferrocarril Belgrano Sur, la claridad aguachenta del conurbano le pega de lleno en la jeta. Sin una mueca, sin un moqueo ni nada que lo justifique, llora. No son lágrimas de sueño, ni lágrimas de frío. A cierta edad ya estuvimos de los dos lados de varios mostradores como para saber cuándo la procesión que va por dentro se transforma en turba iracunda.
Dicen que el cuerpo es sabio, pero mienten. El cuerpo que se somete a la parte irracional de nosotros es como la esperanza macrista, quiere vivir mejor pero le da todo su sueldo a su esposo drogadicto. Así que así, de la nada, estoy parado frente a una pibe que llora mirando el horizonte sin darse cuenta, o sí, y no le importa; con esa cosa negra que se pone en los ojos abriéndole tajos negros en mitad de los cachetes.
Saco un pañuelo descartable. Lo agito a la altura de sus ojos. No digo una palabra. El pibe sale de su ensimismamiento. Tarda uno o dos segundos en entender. Se ruboriza. Me lo acepta. Susurra un gracias avergonzado, inaudible, sin cruzarme la mirada. Cuando el bondi frena de golpe veo la oportunidad de hacer lugar y darme vuelta para no mirarlo. Menos mal. Nada más indecoroso que derrumbarse en un mundo tan pulguiento como este.