La gente habla, mucho; en cualquier escenario pero fundamentalmente en el colectivo. Habla a las 6 de la mañana a los gritos, informando al pasaje los avatares de Onur y Sherezade, los promiscuos personajes de la novela que niega el genocidio armenio. También hay quienes hablan en susurros, con un runrún monocorde que hipnotiza y molesta.
Hablan los viejos que se acercan a uno con ganas de enumerar sus largas desventuras y dar una opinión que nadie les pidió sobre el orden de las cosas creadas.
Hablan los infantes todo el tiempo, con su verba semicoherente, subiendo y bajando de sus asientos, llorando y riendo sin razón alguna y actuando los parlamentos de la telenovela de moda con una mezcla de castellano neutro y acento de oriente medio mal pronunciado.
Hablan incluso aquellos que viajan sentados, que tienen la gracia de poder apoyar sus cuerpos contra el vidrio y el respaldo. Hablan pudiendo dormir o leer sin darle un librazo en la cabeza a otro pasajero, sin sufrir el roce del miembro de otro en sus partes. Y lo hacen pudiendo estudiar, pudiendo curar el sida o develando la secuencia fibonacci. Elijen el derroche, el exceso.
Nada importante se dice antes que el sol llegue a su zenit. Y si lo es, si la vida depende de ello, su escenario no habrá de ser un colectivo atestado de reces viajando al matadero de la vida y sus circunstancias.
Hablan los choferes como si fueran humanos, como si el consumo excesivo de alimentos transgénicos les soltara la lengua cada tanto y algún pasajero debiera ser sacrificado en la pira de los temas comunes que van del estado del tránsito hasta las tetas generosas de las rubias paraguayas de José C. Paz.
Hablan incluso las embarazadas a las cuales se les cede el asiento, como si sintieran culpa de ejercer ese derecho y lo calmaran enumerando sus lunas y deformidades.
Por las dudas, al levantarme por la razón que sea, huyo hacia el fondo. Desconfío de las deudas que se pagan sólo con palabras.
#eshoraquedejendepariramansalva
#llamenseasilencioporfavorquedemañanatengounhumordeperros