Llego a Bariloche. Espero el bondi 72. Estoy quinto. Tarda una hora en aparecer. Cuando llega la montonera se caga en la fila. No voy a ponerme a discutir. Subo casi último. Compruebo con sorpresa que Martínez Estrada tenía razón cuando escribía en Radiografía de la pampa que la inmensidad volvía salvajes a los hombres porque los que me zarpan el lugar son unos noruegos que en Noruega son hiper civilizados pero acá se comportan como cualquier infradotado del conurbano. El bondi, como no podía ser de otra manera, va hasta las pelotas o no tanto pero el quilombo de bolsos hace que no entre un alfiler. Quedo justo junto a una nena que no para nunca de hablar. Nunca pone punto a parte a su discurso. Habla y habla sin pausas y no por eso sin aflojarle a la prisa.
El clima está agradable, tirando a fresco pero se agradece luego de dos horas de saltitos dentro del avión. No vomité de pedo. El café que me dieron era una bosta recontra sintética que me cobraron 40 mangos con el pasaje. El low cost es como la Argentina, funciona solo si tenés ganas de fumarte la precariedad.
Como tengo que esperar para entrar al alojamiento me voy con los bártulos hasta el lago. Hay un par de flacas en bikini dorándose sobre las piedras. Cuando paso junto a ellas escucho que hablan un idioma rarísimo pero una putea en castellano porque el mate está amargo.
Me siento en unos banquitos. Una comunidad de pájaros, patos, gallinas acuáticas o algo que tiene plumas decide que soy un punto de referencia o un proveedor de drogas duras porque me rodean y se quedan cerca mío. Ya Hitchcok nos advirtió lo que estas cosas te pueden hacer si les das mucha confianza. Les tiro un canto rodado a ver si se copan y se van a graznar a otro lado. No. Les chupa un huevo. Cuando me resignó y entramos en confianza levantan vuelo. Al fin, me digo. Canto victoria demasiado pronto, uno pega la vuelta en el aire y me caga la mochila. Será de dios.