Noche fresca de primavera recién arrancada. Digamos que la noche está en pañales para la monada. Para mí no, son la una y media, hace una hora que espero el bondi y encima estoy medio copeteado. Unos compañeros de laburo que no veía desde antes de la pandemia me invitaron a irnos de jarana. Acepté. Error. Ya no estoy para seguirle el tren a veinteañeros con plata, tiempo libre y salud.
Estoy apoyado, cual borracho indigno, contra las rejas de Ámbito financiero, en Paseo Colón y San Juan. No hago pis sobre la avenida porque aún conservo cierta dignidad que mis ex no me reconocen. De un edificio medio cheto, con nombre y todo, sale un contagioso ruido a fiesta. Muevo la patita. El carnaval sale de uno de los deptos de arriba de todo, de uno que da a la avenida. Se ven sombras que van y vienen detrás del cortinado. Bailan, saltan, corren. Llego a ver, incluso, dos cuerpos apretando fuerte y una multitud pequeña celebrando el encontronazo al grito de “el Guille hoy la pone”. Ojalá el Guille tenga suerte y muñeca.
Sigo esperando. Salen del edificio dos nenas a los gritos. 15 o 16, no más que eso. Una es alta y la otra chiquita. Para mí están semidesnudas pero si los padres las dejaron salir así seguro que yo soy el equivocado. Me da frío el solo mirarlas. La peticita lleva en una mano una botella de vodka con gusto a manzana verde y en la otra un pack de una bebida de esas que te dan taquicardia si te pasas de vueltas. Está contraindicado mezclarla con alcohol pero también está contraindicado suicidarse y ahí los vez a esos que votan a Vidal. La vida misma. La otra, la alta, lleva una botella de fernet y otra de coca pero de la de 600cc. Ninguna tiene barbijo ni lugar donde llevarlo. A carcajadas, se carajean desde la avenida con los de la fiesta, 15 pisos más arriba. Una, la petisa, hace el gesto de sacudirse los testículos, como en la cancha, solo que no es la cancha y no parece tener órganos reproductores masculinos. La micro minifalda que tiene no deja lugar a dudas, no los tiene. Es tan corta que si tuviese pito lo tendría al aire.
Cruzan la avenida exactamente hasta donde estoy. Unos pibes de la fiesta les gritan guarradas pero las flacas no les dan cabida y siguen en lo suyo. Una le dice a la otra que tiene un poco de frío. Y sí, mí negra -pienso- saliste en triquini a peinar la madrugada. La otra me mira, de arriba a bajo, como quien escanea la posibilidad de algún peligro inminente. No le debo haber representado un gran temor; siquiera debo haberle generado la duda más chota porque se acerca, felina. Pero se acerca mucho. Demasiado. No puedo recular porque tengo unas rejas contra la espalda. En un tiro flasheo que me va a dar un botellazo y me va afanar. No estoy con los reflejos muy despiertos como para pelear con una adolescente. Cuando la tengo a 30 centímetros de la cara me dice en plan de beboteo
-Papi ¿Tenés un pucho para mí amiga que tiene frío? Hace trompita.
La verdad más verdadera es que sí, que tengo un atado por la mitad, pero eso de andar dándole puchos a menores me da turbio, por más en pedo y semi en bolas que anden por la vida. 25 años antes hubiese salido a punguear el kiosko más cercano solo para que me dirigiera la palabra pero ahora estoy viejo, gordo, picado y el fantasma de la pedofilia me da más cagazo que quedar como un boludo así que le contesto
-No, no fumo, nena, discúlpame.
Enfantizo el “nena”. La flaca deja de hacer trompita, y sin mediar un gracias ni palabra alguna da media vuelta y vuelve con la amiga. Le dice
-Un boludo.
Y sí, negra, por eso debuté de grande.
Viene un 8. Les para. La petisa le dice a la que me mangueó el pucho
-Boluda, ¿y la SUBE?
-Dejame a mí. Le contesta.
Suben. La alta le dice algo al colectivero. Viajan gratis. Se alejan.
Espero el mío 40 minutos más. Me cobra, por supuesto.