1- Foto con pareja/amigos/familia/compañeros de viaje o residentes en el lugar de destino que se copa y les deja tirar un colchón.
2- Foto ridícula, graciosa o al menos risueña haciendo alguna estupidez con algún monumento o paisaje escenográfico característico de fondo abusando de la perspectiva fotográfica (véanse las clásicas fotos de la torre de Pisa con los visitantes evitando que caiga o del salar de Uyuni con sus turistas progres y saltarines, por ejemplo).
3- Foto introspectiva, de pretensión aguda, profunda, mirando el atardecer/amanecer, habitualmente con el sol/luna o fenómeno ambiental en primer plano (arcoíris, oleaje, cascada, acantilado) seguido de algún efecto de postprocesado de edición de imagen (Photoshop, instagram, apps varias). Este punto, a su vez, consta de 3 subcategorías:
3.1- Foto individual, en pose de estar perdido en los propios pensamientos o contemplando el porvenir.
3.2 – Foto en pareja, hijos o en su defecto mascotas mirándose a la cara, riendo, besándose y/o contemplando el porvenir.
3.3 – Fotos de la bebida o las bebidas compartidas con otros pero sin los rostros. Como si el goce del momento tuviese valor por sí mismo independientemente de quienes lo ejerzan. Plus si aparecen manos -en especial las que denotan algún vínculo amoroso-. Plus 2 para las fotografías de tragos en escenarios naturales, arquitectónicos o monumentales (whisky en un glaciar, vodka en la Plaza Roja, mate en Coronel Andresito contemplando el porvenir).
Los amantes del viaje, los llamaremos así, sienten un parentesco de familia con Heródoto o Marco Polo. En su recorte conceptual, alaban el ejercicio del viaje mentando viajes y viajeros famosos que, más allá de los pormenores esperables, siempre acaban bien. No les quedaría muy de perlas que digamos mencionar que por ejemplo Juan Díaz de Solís era igual a ellos y se lo comieron los caníbales en Uruguay o de John Allen Chau, un norteamericano fanático del viaje y la evangelización que murió asesinado por los nativos de Sentinel del Norte. Era más sano visitar las ruinas del reactor nuclear en Chernóbil pero la pasión del viajante aleluyo es intensa. Visita el Gólgota, llora. Visita el Vaticano, llora. Selfie en La Meca, llorando. Chapuzón en el Ganghes, llorando, pero no por las razones adecuadas, a saber, la infección del carajo que se va pegar por nadar en esa podredumbre sino porque los dioses lo están empujando a esa experiencia. Foto del momento, obvio, para el Facebook de Brahma y Vishnu.
El amante del viaje es ostentoso. De nada le sirve viajar sino puede contarlo, sino puede mostrarlo. Según cuál sea su público adaptará el tenor de su narración. Si el auditorio o público es más viajado que él intentará destacar alguna rareza de su viaje, algo poco habitual, un secreto para pocos (“Conocí un bar en Londres, Catamarca, donde sirven whisky con humita. Abren solo en octubre en memoria de Federico Chopin” o “Fui la mejor casa de vinilos en Finkenwerder, Hamburgo”).
Si el público es igual de viajado que él entonces enumera con palabras o fotos los lugares comunes a todo viajante que se precie de serlo (foto en Machu pichu, foto en la torre Eiffel, foto en Tafí del Valle, foto en las termas de Río Hondo). Aquí no importa la envergadura del viaje, su lejanía o rareza sino la experiencia común que funciona tanto como validador, signo de pertenencia y guiño cómplice.
El escenario restante es, quizás, el más interesante. Si el público del amante del viaje es menos viajado (sea por la razón que fuere: económica, física, jurídica) entonces el amante del viaje despliega su elocuencia, su anecdotario y álbum de fotos al uso. Evangelizador de las millas de viajero, pastor de las promociones de turismo y exégeta de los aires nuevos el amante del viaje predica, predica y predica. El pobre, el preso, el enfermo deben ser redimidos de su quietud por eso se le cuentan anécdotas de viaje y se le muestran fotografías para que las desee también él y se cure, se reinserte a la sociedad o se decida a trabajar con más fuerza y sobre todo, más obediencia pues algunos, para ejercer la libertad del viaje, tienen que trabajar.
El amor al viaje tiene algo de pasión del converso. Algo quieto hay alrededor de los viajeros que debe ser expurgado. Por eso esa narrativa feroz de la experiencia buscada adrede; para poder ser transmitida y que la sensación de movimiento perdure en una segunda vida en los otros. El héroe se mueve. Su viaje es siempre físico. Gilgamesh, Moisés, Alejandro, Cristo, Dante, Indiana Jones y Harry Potter viajan, se mueven. Sufren cuando se detienen. Marketing subliminal que elije bando entre Parménides y Heráclito, el viaje goza de buena prensa. Sus impulsores: aquellos que viajando prosperaron, los que tienen dinero o esperan encontrarlo, los que tienen poder o esperan hacerse de él.
Los amantes del viaje rara vez reconocen -siquiera ante sí mismos- que el viaje es producto de un privilegio de clase. Para ser más precisos, producto de los privilegios que se siguen del lugar o estrato que se ocupa dentro de una clase social. De allí las conductas y las tensiones implícitas que mentábamos al hablar del tipo de auditorio ante el que se despliega el anecdotario. Mientras unos se jactan con pompa contenida o indiferente de visitar Capadocia otros exhiben sus fotos de Mar Chiquita. Ambos grupos, presumiblemente en clases sociales distintas, dan publicidad a su experiencia. Son amantes del viaje en igual medida pero con recursos distintos. Aman viajar y darlo a conocer. El mensaje tiene, como todo mensaje, varios destinatarios. Los superiores: «yo también soy digno de vuestro círculo, también sé disfrutar de los mismos placeres que vosotros». Los iguales: como signo de pertenencia, ya lo dijimos. Los subalternos: «deseen mi logro, ergo, esfuércense como yo (“para eso trabajo”), muévanse en mi mundo, aspiren a ser como yo”. Hay también una advertencia silenciosa: sufran lo mismo (“que se rompan el culo igual que yo si quieren viajar”).
Sibaritas del desplazamiento lúdico, no importa fuera de su círculo áulico si el viaje fue, es o será en un crucero all inclusive o en un hostel con veinte personas en una habitación y un solo baño. De hecho, según el círculo de amistades particulares -ya no necesariamente la clase- habrá momentos en los que se valore más o menos cualquiera de esas experiencias. Puede que el amante del viaje pudiente disponga de tiempo y recursos para viajar durante meses. Pero todo recurso es finito y debe ser economizado. Los más jóvenes tienden a esas experiencias multitudinarias de apilarse con decenas de desconocidos en lugares baratos (hostels y campings) o -en otro nivel- alojarse en iguales condiciones en pequeños departamentos al uso. A medida que se envejece, hay una tendencia a buscar confort e intimidad, experiencias algo más premium que aquellas a las que acceden los jóvenes de la misma clase social.
El viajante, también, goza de las penas del endeudamiento. Ningún viaje es en sí mismo más barato que la vida cotidiana. Pausa en el común transcurrir del tiempo, el viaje, la escapada, el irse a la goma, implica un gasto bifaz: en metálico y en carga mental. El dinero que se dispone para él se saca de otros gastos (o bien superfluos o bien necesarios, lo que lo hace aún más duro). Si es un viaje que se dará en el futuro, deberá empezar a pagarlo con anterioridad. Eso se aprende desde niños con los viajes de egresados que requieren el montaje de toda una estructura financiera previa en donde la hibridación de recursos es la norma (rifas, fiestas, kermeses, trabajos de fin de semana, aporte de padres, madres y tutores). Si el viaje está ocurriendo en tiempo presente tendrá presente el valor de cambio de la moneda de origen, o sopesará precios, los mirará de reojo o simplemente no los mirará sabiendo que su yo futuro deberá hacerse cargo. Si el viaje es un acontecimiento ya ocurrido entonces deberá pagar, con el diario de lunes frente a sí, sabiendo que lo ha disfrutado o padecido, lo cual en nada cambia la materialidad del gasto realizado: con o sin interés se lo paga igual.
Con el desembolso de dinero contante y sonante, decíamos, también viene la carga mental que implica tener presente las cuotas por venir antes del viaje, la ansiedad, el miedo a que pase algo antes y se cancele, el miedo a no poder pagar la cuota, a que se retrase el vuelo, a que pinche una goma el micro, a que muera un pariente antes de embarcar. También todo aquello de lo que se priva para poder pagar la experiencia por vivir. La carga mental del que ya viaja parece ser más liviana. La intensidad de la experiencia -si uno tiene los patos relativamente en fila- borra la tensión del viaje en tiempo presente, la ansiedad. Si el viaje ocurrió y fue decepcionante pagar durante dos años el viaje a París donde no se encontró el amor puede ser un símil de la piedra de Sísifo: una piedra que se arrastra cuesta arriba.
Los amantes del viaje no solo nos venden su sueño omitiendo el resumen de la tarjeta de crédito. Eso no sale en las fotos. Los amantes del viaje no solo nos venden su experiencia coloreada por Instagram o su estatus o su clase social. El amante del viaje nos vende la imagen que le gusta ver de sí. Es, al mismo tiempo, un exhibicionista y un voyeur de sí mismo. Un onanista de su experiencia. Un sátiro que, en vez de desnudarse en las puertas de un colegio para mostrar su miembro, muestra su descanso -o su adrenalínico trajinar- en redes.
Cristóbal Colón y David Livingston contaban sus anécdotas de viaje allí donde hubiese un parroquiano porque necesitaban que alguien les financiara sus odiseas. El amante del viaje actual lo hace por razones menos productivas. Lo hace para mirarse en un espejo mentiroso que no muestra ni las canas, ni los granos ni las arrugas. Mucho menos el esfuerzo que, mirado al detalle, conlleva hacer ese viaje. Tienen todo el derecho del mundo de disfrutarlo y darle publicidad. Bien por ellxs. Pero hay cosas que no valen el esfuerzo, el tiempo y los años de vida que uno paga por ellos. Ni siquiera los likes, ni la envidia ajena, ni los atardeceres en Tombuctú. Ya lo decía Sartre en La Nausea «Después de 3 días, todos los lugares se parecen».