Estoy en el refugio sentado en un banquito de cemento pijotero y frío. Mientras me vuelvo viejo esperando el colectivo llega uno, que no es el mío. Frena. De la puerta de atrás baja un pibe morochón. No está mal vestido, no parece falopero. Por el corte de pelo podría aventurarse que es policía. Está bajando, pero en un santiamén deshace un escalón, estira la mano y le birla el celular a una flaca que estaba regaladísima twiteando lo último de Mauro, Wanda y la China. El tipo se tira, casi que se zambulle en la vereda y enfila raudo y veloz para la villita que está a la vera del arroyo las Vivoras, en Kathan city. La mina mira para todos lados, va con un nene de unos 5 años que también la mira sorprendido. Cruzamos miradas, le grito que no baje, que no vale la pena. La gente del bondi le dice lo mismo. Surte el efecto contrario, se envalentona, agarra al pibe de la campera y lo arrastra hacia abajo en dos saltos. Al pibe se le cae sobre el asiento la cajita de jugo que tomaba y el bolsito de jardín que lleva alrededor del cuello se transforma en un banderín de playa.  No sé si a la flaca la mueve la bronca por el teléfono perdido, el odio al chorro o la vergüenza de haber sido tan boluda como para dejarse afanar así de fácil en una zona donde no conviene distraerse. Tal vez sea un poco y un poco. El chorro ya se perdió en el horizonte y la piba va al trotecito con el nene al que no le dan los pies para seguirle el paso. En una de esas se da vuelta -el nene- y mira hacia el colectivo que empieza arrancar. Lo saluda. En la luneta hay un banner despintado con la consigna “Randazzo  2015”.

Media hora más. Llega el que espero. Consigo asiento. No es milagro. Es pobreza. En un principio no se notaba porque los de la línea empezaron a enviar menos servicios. Menos bondis, más gente apiñada, pero ni así consiguen maquillar la cosa. Menos colectivos primero, menos gente viajando después. ¿A dónde están? En su casa sin laburo. O caminando 50 cuadras hasta la estación de tren más cercana. Lo mismo pasa en el subte, pero la muchachada porteña no lo nota o lo nota y lo celebra por aquello de ser gente despreciable a la que no le gusta la variedad cromática. También podría ser que se murieran por no poder pagar remedios, pero como no hay quién haga estadísticas fiables no podría aseverarlo. Lo cierto es que, así como no hay Reich que dure mil años, ni peronistas que vuelvan mejores, así también la paciencia de los que comen promesas comienza agotarse. ¿Y cómo se da cuenta el cientista social de vuelo bajo que la sociedad se va poniendo ñañosa? Parando la oreja y mirando las paredes porque eso de prestarle atención a las redes es de gente vaga que tiene fibra óptica y Cablevisión. Uno que se sienta detrás mío habla por teléfono y le cuenta a su interlocutor que sí, que él lo votó al Peluca porque prefería comer polenta todos los días a que se quedaran los kukas, pero que la cosa está pasando de castaño oscuro. Le cuenta que al pibe lo despidieron de un laburo en el que estaba porque no pasaba naranja. Como era en negro no le dieron ni las gracias. ¿Juicio? Era un estudio de abogados laboralistas.  El tipo dice que con una piba en la escuela y el pibe veinteañero sin laburo ya no puede ni pagarse un asado una vez al mes. Cuando corta, una señora que escuchó la conversación le cuenta que está en la misma, que no le alcanza, que no tiene, que no llega y que a uno de sus hijos también lo despidieron. Que con la chorra todo era escandaloso, pero resulta que cada tanto se podía ir con el club de jubilados 3 días a San Boronbón y ahora, nada, ni tener cable. Encima –cuenta- se comió la boludeada de unos milicos que la confundieron con una jubilada un miércoles que pasaba por la zona de Congreso. Eso le dolió –dice- porque no es tan vieja.

Delante mío va un flaco sentado en uno de esos asientos invertidos que le dan la espalda al chofer, es decir, lo tengo de frente. El tipo va en la suya, pero escucha la misma conversación que yo y se le nota. Cuando el tipo o la señora cuentan sus desventuras el tipo se sonríe con gozo y hace que se acomoda en el asiento. Se da cuenta que también paro la oreja. Quizás vio en mí una sonrisa burlona o interpreta mi atención como si fuera una posición ideológica semejante a la suya; la cosa que me hace señas con los ojos para que mire sus manos. El tipo lleva un escudito del partido justicialista abrochado a su mochila y lo acaricia mientras me sonríe, me guiña un ojo y hace una tímida V con la mano. En realidad, parece la sonrisa y la mirada de un pedófilo que intenta ganarse la confianza de un nene, pero a estas alturas la niñez me queda muy a trasmano y de peronista solo tengo unas tiras de parqué que levanté del frente de un negocio de San Telmo que, vaya sea de paso, se fundió vendiendo alfajores para turistas. Vamos, que esa especie de significación inclusiva y ecuménica para todas y todos que intenta me pasa por el costado. Le diría que los subnormales que tenemos atrás no se diferencian mucho de él que venera esa estupidez de la burguesía nacional, pero ya se sabe, no hablo con extraños y menos si creen en boludeces. Así que le hago un gesto de dudosa simpatía y me dispongo a dormitar, pero me interrumpen las puteadas. Se quedó el bondi. La muchachada se queja a los gritos. Uno dice que tiene los huevos llenos de perder el presentismo. El chofer les dice que qué quieren, si no le ponen un peso a las unidades.

-Si el boleto sale un ojo de la cara- Grita uno.

-Pagábamos muy poco- dice otro. Acto seguido, medio bondi se da vuelta para mirarlo. Es un treintañero con cara de necesitar unas horas más de sueño.  Sin mediar palabra salta alguien de la montonera y lo surte con una piña que le desacomoda hasta el alma. Nadie dice ni media palabra.