Lo malo del verano son los borrachos. Los hay en todas las estaciones, es cierto. Pero en verano son peores. Ayer, en el 86, a la vuelta, con un calor padre, subieron cuatro. En Once. Junto a otros 50 tipos cansados y cagados de calor.
El 86 tenía aire. Cuando subí estaba fresco. Una flaca iba con una camperita y tenía la ventanilla apenas abierta, para que se le calentara el escote. Pero cuando empezó a subir la monada ya no dio a basto. El calor se disparó. Era un horno con las papas adentro. Antes de doblar por avenida Jujuy paró. Los borrachos se prendieron ahí. Gritaban. Iban con latas de cerveza en la mano. Para estar así debían haber tomado 20 o 30 iguales. No mantenían una conversación coherente. Solo se gritaban puteadas. El más sobrio intentaba que uno, el más herido, se calmara. El borrachín lo trataba de cagón. Se peleaba con otro, el que tenía más lejos, y le decía que era un puto cagón, que había dejado de robar por miedo. El otro le contestaba con una pregunta ¿Quién dejó de robar, gato?
Así la hora y media.
Como iba sentado en la fila de uno, sobre una se las ruedas de atrás, estaba un poco acurrucado en el asiento. Pintó el sueño. No podía escuchar música. No tenía batería. Los borrachos seguían con su alharaca. Junto a mí iba parada una piba robusta. Con unos postres de más para nada saludables. Tenía una remera un poco corta para su contextura y le quedaba fuera un flota flota importante. Vamos, era una piba gorda. Y cada vez que trataba de evitar los movimientos espásticos de los borrachos me clavaba sus rollos en la cara.
El borrachín más escandaloso empezó a tirarle indirectas a una flaca. La cosa rosaba la incomodidad para todos. El más sobrio, que parecía poder hablar con cierta claridad, lo cortó en seco. La bardeada subió otro escalón. En algún momento pensé, casi desee, que pararamos en algún peaje y los bajará la cana. Pero no había. Para cagar a palos a jubilados y maestros están siempre. Para ser útiles no.
En algún momento me dormí. Me despertó el griterío en Laferrere cuando uno se negó a darle más cerveza a otro. Que cuando bajes vas a ver. Que te voy a matar, gato chupa pijas.
Ahí los odié. Los odié como se odia a lo feo, a lo vil, a lo indigno de estar vivo. Esos cuatro eran la basura de la sociedad, el detrito infame y asqueroso de la condición humana. No había en ellos vida que respetar, alma, espíritu. No. Nada. Sus hijos debían ser esterilizados para no propagar ese linaje inmundo. Eran la sobreactuación de los lugares comunes. Negros, chorros, pobres, adictos. Su homofobia tenía segundas intenciones y pedían a gritos que alguien los mirara. Como los chicos, pero en versión candidatos al campo de concentración de Treblinka. La escoria, el lumpen proletariado. No estaban festejando. No estaban matando las penas por una mujer que se les fue y les dejó sanguinolento el cuero y turulas las ideas. Estaban en pedo de puro borrachos. De infames que son nomás.
Se bajaron al llegar a la estación como otras tres o cuatro decenas. Se los escuchaba gritar en la calle.
El bondi quedó en silencio. Una especie de calma marcaba el cambio de aires. El mundo sin ellos era mejor. Ojalá mueran pronto de forma violenta.