Generalmente se las llama comedias románticas. Películas que el prejuicio coloca dentro de la órbita femenina. Plagadas de lugares comunes, representan y ponen en formato celuloide el imaginario que se ha ido construyendo alrededor del amor durante los últimos ciento cincuenta años. Anthony Giddens, sociólogo inglés, famoso en los años noventa por sus fórmulas liberales, postuló que el amor, eso que hoy entendemos como amor, es el resultado de ciertos procesos sociales iniciados con la revolución industrial. Antes de esto el amor que cantan las canciones pop, las novelas para adolescentes y las películas no existía. Por eso al detenerse a observar con detenimiento una película como “Medianeras” la pregunta es la misma de siempre “¿De qué hablamos cuando hablamos de amor?”
No viene al caso historizar lo que hizo de “Medianeras” un producto masivo. Antes fue un corto que ganó popularidad gracias a la viralización de youtube. Una buena idea, buenas actuaciones y esa pizca de crítica social que toda película debe tener para ganarse el favor de la pequeña progresía que pena su descontento existencial. Pero el punto es otro. El problema de “Medianeras” (2011) es el mismo que otras buenas películas del género que fueron estrenadas el mismo año: “Friends with benefist” (2011), “no strings attached” (2011) y “love and other drugs” (2011): su nostalgia por la ficción del amor romántico.
Las cuatro películas apelan, cada una desde su propio enfoque, al mismo dispositivo. Comienzan situando a sus personajes en medio de una época del mundo desapegada de los sentimientos, aislados del contacto emotivo. La narración no es neutra en términos morales, los muestra volcados al desenfreno de la sexualidad vacía, a coger por coger, para hacer algo, para aliviar la tensión de vivir en megalópolis que asfixian por sus arquitecturas, por sus rutinas, por sus relaciones sociales. Extraviados, perdidos, a veces sin saberlo, buscan algo, una salida, una luz al final del tunel de la soledad y el miedo. Y, deux ex machina, la luz aparece porque para eso pagamos la entrada, para que nos digan que todo está bien.
Año raro el 2011, comenzó la primavera árabe que es una forma elegante de llamar al fin de una serie de dictaduras y el comienzo de otras, un tsunami rompe medio japón y la radiación de fukuyima se avizora peor que un ataque de godzilla. El mundo financieramente acepta que se va al carajo mientras el director del FMI luego de fornicarse a los bancos de todo el planeta es apresado en Nueva York por manosear una mucama. Y claro, las redes sociales acaban por cambiar las formas en que nos relacionamos hombres y mujeres (u hombres con hombres y mujeres con mujeres y todas sus variantes políticamente correctas). Sin embargo ahí está “Medianeras” y esas otras películas que se nombraron antes. Nos hablan del amor, de encontrar a la persona ideal, esa a la que estamos destinados a encontrar, esa que cada uno de los dioses eligió para que nos pasemos la vida, nos reproduzcamos y atosiguemos el planisferio sin tener en cuenta las barreras, ni las clases sociales, ni la enfermedad, ni la fortuna, ni la muerte. Y sin embargo ninguna de ellas tiene la deferencia de decirnos que pasa después del beso final con el que cierran la historia antes del fundido a negro. “Medianeras” nos cuenta el patetismo de dos vidas antes del encuentro definitivo. Nos dice como él y ella sufrían y andaban errantes minutos antes de mirarse a los ojos en medio de la calle. Por alguna razón el mundo del chat, de la paja, del sexo virtual, de los videos hot de los famosos, de pagar para ponerla, todo eso desaparece y la luminosa presencia del otro los redime y los vuelve probos a los ojos del señor. Y si uno no es sustancialmente un hijo de puta, se lo cree, porque para eso pagó la entrada o la factura del cable, para creérselo.
Vivimos en una época del mundo en donde ya no podemos compatibilizar alegremente el amor romántico con las formas en las que nos relacionamos. El grado de complejidad enorme al que estamos sujetos por el sólo hecho de vivir donde vivimos y usar un celular no nos permiten ser, de ninguna manera, los enamorados idealizados por la literatura rosa. Sobre el núcleo duro de la idea del amor que Bequer, Neruda y Shakira ayudaron a forjar (entre otros) hay capas de prácticas sociales imposibles de desmontar sin largarlo todo e irse a vivir a la selva. Lo que nos hace sufrir como sufren los personajes de estas películas es aquello de lo que hablaba Nietzche cuando dijo “cuánto dolor y cuánta sangre hay detrás de todas las cosas bellas y buenas”: una idea bella y buena que se sostiene, si acaso tiene esa fortuna, a fuerza de costosos esfuerzos o descaradas omisiones.
“Medianeras” fue forjada al sur del ecuador por esa razón su impacto en el mundo del show bussinnes global fue cuanto mucho regular. Si lo miramos desde el punto de vista de la teoría (des) colonial podríamos decir que replica la mirada del poder dominante e importa un imaginario urbano de la forma en la que deberíamos buscar pareja. También podríamos decir, con algo menos de izquierdismo de bar, que a lo mejor sólo responde a un espíritu de época, que en todas partes del mundo donde haya facebook o algo parecido al extinto msn, siempre habrá mediatizaciones que transformen los sentimientos en un lugar común para que quepa dentro de alguna categoría lo suficientemente atractiva para que otro se caliente con uno. Pero solo hablamos de una película cuyas respuestas, suponiendo que pretenda dar alguna, son medio pelotudas, provisorias.
“Medianeras” por momentos expulsa, por momentos entretiene, por momentos indigna, como las otras películas nombradas. Pero un poco peor. Todo depende de por qué estamos pagando por verla: si por respuestas existenciales, por acompañar a otro, o matar el aburrimiento de una vida sin mucho sentido en medio de un verano bochornoso. A veces nos va la vida en la respuesta■