Si cualquier boludo tiene un blog también cualquier boludo es crítico de música. Por eso es tan sencillo hacer leña del árbol caído con un cantautor que desde hace más de veinte años ha musicalizado ciertos lugares comunes del imaginario popular. Desmerecer tamaña tarea es no entender en modo alguno no ya los dispositivos culturales que obran a nuestro alrededor sino tampoco las sensibilidades y el imaginario de cientos de miles de personas de habla hispana que encuentran en las letras del guatemalteco su compañía en momentos de zozobra  y alegría, la empatía que transforma lo irrelevante en vital.

Edgar Ricardo Arjona Morales es un cantautor de producción dispar. Ni tan horrendo y edulcorado como acusan sus detractores ni un poeta de primer orden como pretenden sus fans. Sus melodías no son experimentales ni originales. No es un virtuoso de la guitarra ni del piano. Compositor de melodías correctas se ha mantenido dentro de una línea musical que le permitió componer para artistas latinoamericanos de mayor proyección internacional (Ricky Martin aquí o aquí) o lograr que en cada uno de sus discos haya al menos un hit radiable. Quienes estén versados en los detalles de la composición podrán impugnar la línea anterior debido a ciertos errores formales que presentan algunas de sus producciones. Sin embargo si hubiésemos de seguirlos, deberíamos en el mejor de los casos impugnar casi la totalidad de la música popular actual.

Como todo cantautor Versado en el uso de la guitarra, las melodías de Arjona se destacan por su sencillez. Puede haber cambiado su escenografía por grandes teatros y estadios pero Arjona es y seguirá siendo un cantante callejero. Es por eso que sus melodías requieren de la técnica mínima indispensable para desenfundar la guitarra y ser tocadas en una esquina o en una plaza. Es por eso que cunden sus imitadores y tributarios. No hace falta ser un guitar hero para sentirse en sus botas. Sólo bastna un bar y un micrófono. Él podrá amarrarse a producciones sobrecargadas, barrocas, con flautas, gaitas y orquestas estruendosas, pero siempre hay en el fondo de toda esa pirotecnia canciones de guitarra. Nada más. Y eso es lo que perdió. En esa suerte de estravío artístico comenzó a repetirse a sí mismo. Pasado su período más creativo (Historias, 1993, y Si el norte fuera el sur, 1996) quedó preso de una serie de arreglos y de giros melódicos en los que se cita compulsivamente. En esas autoalusiones constantes ha coqueteado con el blues, con el folk y hasta con el rock de baja cilindrada. No son estos sólo artificios lúdicos de quien busca algo de prestigio pues si bien su lugar son las baladas, se mueve con comodidad por otros géneros. No profundiza en ellos ni les agrega nada, pero no por eso dejan de sonar como lo que son. Si cuesta creerle cuando los interpreta es porque el mercado ha sobredimensionado su perfil de baladista latino haciéndonos olvidar que más allá de los hits es también un músico de carisma.

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Sabemos cuáles son sus fuentes: Silvio Rodríguez, Pablo Milanés, Joaquín Sabina, Joan Manuel Serrat, Luis Eduardo Aute. Es decir aquellos que hicieron de la canción de cantautor un arte y marcaron a fuego en el imaginario colectivo cuál es la estampa que deben tener todos aquellos que pretendan ocupar ese lugar. Es evidente que su escritura no está a ese nivel. Y aunque lo intente, su imagen pública hace tiempo que ha dejado atrás cualquier parecido con aquellos. Sin embargo pertenece a ese linaje. Mal que les pese a los fundamentalistas del buen gusto, Ricardo Arjona posee una poética efectiva, que en ocasiones salva canciones enteras con una sola frase o con una sola línea. Su principal recurso siempre ha sido la enumeración, signo que comparte con Sabina. Pero su trabajo con la metáfora está lejos de la calidad del español. De un tiempo a esta parte viró de manera muy marcada hacia una forma directa de nombrar los sentimientos y situaciones que canta. No hay en su escritura grandes rodeos ni comparaciones ingeniosas o creativas. Nombra la cosa por su nombre en el orden en que el hombre y la mujer común creen percibirlas. Siempre que supo procurarse de un lápiz afilado ha encontrado su material de trabajo en el listado de cosas que pueblan lo real cotidiano. Salvo muy honrosas excepciones (Minutos) no hay en su producción unicornios perdidos ni estrellas azules a las cuales descolgar de la bóveda celeste. No hay una vocación pastoril en sus letras (como en Serrat) ni neomilitante (como en Ismael Serrano). Tampoco hay elementos pro ambientales (como en Pedro Guerra) ni pro latinoamericanista (como en Jorge Drexler). Es, si se quiere, un cronista de relaciones, un poeta urbano, de preocupaciones ciudadanas, de alcoholes, infidelidades y abandonos varios. ¿Por qué, entonces, su «urbanidad» no se parece a la de Sabina? Porque las ciudades que ven son distintas. Madrid no es la ciudad de México en la cual se afincó; sus fantasmas y nostalgias, las relaciones sociales que se entablan pertenecen a otros órdenes. Más allá de la globalización de los deseos y de las conductas, no es lo mismo la infidelidad europea que la americana. El riesgo de emborracharse por las calles de Madrid es distinto al de hacerlo en la Candelaria de los Patos. Y sin embargo sigue siendo efectivo.

Sabina ha sabido construir credibilidad alrededor de su imagen de poeta maldito abocado a la autodestrucción. Serrat, con su militancia correcta sobre todas las causas perdidas de la humanidad. Políticamente correcto, poeticamente intachable. Esposo, padre de familia, amigo. Es poco y nada lo que sabemos a ciencia cierta de los vicios de Arjona , de sus lecturas, de sus opiniones sobre la política actual, de su concepción sobre el arte1. Mientras Sabina, Serrat, Rodríguez fungen de vacas sagradas promediando su tercera edad, Arjona es un showman producto de la cultura de masas, fácil de digerir, sin compromisos que exijan poner el cuerpo. Un entrepreneur al modo en que actualmente lo es alguien como Michael Bouble, pero con aires folk. Más show que arte, más guiño que poética. Y sin embargo sigue siendo efectivo.

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Sus canciones halagan a la mujer, enarbolan su edad, sus períodos hormonales, sus kilos de más, su pertenencia a la nueva femineidad que las empondera y todo lo que se le permite ser a la mujer actual.  La soledad, el paso del tiempo, el sexo vacío de contenido, la caída personal, esos son sus temas. Los lugares comunes de la poesía romántica desde Becquer y el peor Neruda hasta hoy. Y sigue, como ellos, siendo efectivo.

Una de sus virtudes poéticas es asignarle a los objetos capacidades humanas que obran de disparadores para que el enunciador cumpla su tarea narrativa. Para él, lo que queda en una habitación luego de un abandono es suficiente para disparar la evocación. Otra vez la enumeración, otra vez sus temas, otra vez las mismas melodías. Discos de diez canciones en las que sobran siete.  Discos con reversiones innecesarias de sus propias canciones. Discos en vivo, cada dos años, con él en la tapa para que las cuarentonas amantes de la sangre latina compren el cd y lo pongan en el estante junto a Marco Antonio Solís y a Franco De Vita. Y sigue, como aquellos, siendo efectivo.

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Y su faceta más deplorable, más peronista. Aquella que poco más y lo obliga a parecerse a los cantantes del prestigioso rock & roll internacional que allí donde se presentan se colocan la remera de la selección y dicen, porque no podría ser de otro modo, que “el público de este país es el mejor del mundo”. Su faceta «Hola Susana» en la que se pasea por programas de dudosa calidad para promocionar sus discos y sus conciertos y responder las mismas preguntas de siempre como si después de tantos años eso hiciera falta. Su faceta «amigo de cualquiera» en la que acepta fotos con Mauricio Macri y Rodríguez Larreta por una baldosa horrible en Córdoba y Callao. Su faceta hipócrita en la que alaba a las mujeres cuarentonas y entradas en carnes, pero se vincula con modelos y ganadoras del certamen Miss Universo. Y a pesar de todo ese doble discurso sigue siendo efectivo.

Y es efectivo por las razones que hacen que el pop sea pop, y el día claro y la noche oscura. Porque su mensaje se cae de maduro, lo que cuenta es de una cercanía pasmosa, porque la simpleza de su poética es apta para todo público, porque sus anécdotas de perogrullo caben en los moldes mentales de cualquiera que haya sufrido o haya hecho sufrir por amor, cualquiera que se haya tomado una copa de más, cualquiera que se haya equivocado, cualquiera, cualquiera, cualquiera. Pero de todos ellos, es él quien las cuenta.

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Su polémica con Fito Páez fue reveladora. Salvo la anterior disputa entre Pappo y Dj. Deró no hubo un encuentro de posiciones tan irreductibles. Allí Páez se arrogaba el derecho de dictaminar el sentido del arte y su relación con el mundo. Allí Arjona desmistificaba al pensamiento único y realizaba una encendida defensa de la subjetividad en el arte, de una cándida linealidad.

Bourdieu postulaba que el gusto se educa. Y es cierto. Venimos al mundo para ser arrullados con algo tan desagradable como el arrorró. Hasta que crecemos y, si tenemos la suerte y los contactos adecuados, acabamos escuchando a Ryuichi Sakamoto. Pero de algún modo siempre se vuelve a las raíces, porque somos seres de memoria emotiva y todos de un modo u otro enterramos un cadáver debajo de la cama. Por eso es lícito que uno de vez en cuando se clave un cuarto de libra en un McDonalds. Lo nocivo es que la dieta se base sólo en eso. Con Arjona pasa lo mismo.  Por eso es efectivo.

Me cierran el bar. Chauchas


[1] En los últimos tiempos el cantautor protagonizó un mediático divorcio con Leslie Torres, madre de sus hijos, quien lo acusó de ejercer sobre ella violencia física, moral y amenazas debido a una supuesta adicción a las drogas.