Ayer me quisieron afanar. Fue en mi barrio, en la esquina de mi casa. 10 de la mañana. Salgo para el laburo, tarde como siempre. Mi viejo me abre la puerta. Camino hasta la esquina. Salto una zanjita, levanto la vista. A unos 50 metros una señora baldea la vereda luego del temporal. En frente, otro vecino saca las hojas acumuladas en la puerta de su rancho. Más allá, una flaca viene con 2 nenitos de la mano. Otro, le mete mano al motor de un auto en plena calle. Hay varios perros sueltos. Viene un tipo ramdom, indistinguible del grupo ecológico local. La prototípica facha de pibe chorro, gorrita, pilcha deportiva, camperón tipo muñequito Michelín, con su correspondiente déficit cromático y todo. Casi no lo registro. Borges decía que en el Corán y Las mil y una noches casi no se menciona a los camellos no porque no estuvieran sino porque iba de suyo que estaban ahí, como el glifosato en una escuela rural, el hielo en la Antártida o el fascismo en Córdoba, siempre están, son parte del aire. Estos pibes, también. No es que sean efectivamente chorros, pero para ser parte, para pertenecer, para tener una identidad colectiva se lookean así, hablan como hablan los pibes chorros, se cagan de hambre como ellos y comparten sus defectos y virtudes. Nada de lo que Marx o Bourdieu no hayan escrito, aunque pocos los lean.
El asunto es que levanto la vista y el tipo se me viene al humo sacando un chumbo bestial y diciéndome que le dé la mochila. Como soy un friki lo primero que noto es que el chumbo se parece al que usaba Robocop. No era de esos que hay que poner las balas en unos agujeritos sino de los otros, que llevan cargador. Brillaba y parecía de aquellos juguetes de los 80 de marca Duravit, que eran más duros que el titanio. Gris oscuro con un caño largo y grueso.
Trata de agarrarme del brazo, pero lo esquivo. Tengo un paraguas con forma de espada, pero anudado a la mochila. Si lo hubiese tenido en la mano hubiese demostrado todo lo que aprendí en mis años de fan de las Tortugas Ninjas, los Thundercats, y los ciclos artúricos, pero como no era el caso hice lo que no debe hacerse y hace todo el mundo, sin darle nada salí corriendo. El tipo me apunta y gatilla, 2 veces. Siento el clack, clack en mi espalda. En ese instante podría haber pensado cosas del tipo “Tan joven y sin haber amado” o algo más a lo Rodolfo Bebán “¡Con este sol!”. Podría haber pensado algo más épico como “Muero contento, hemos batido al enemigo”, o “tranquilo, solo va a matar a un hombre”, pero no. Lo que pensé en ese momento es “Me va a doler un montón”. Pero no pasa nada. No siento el estruendo, ni el fundido a negro ni a las 72 vírgenes que Alá les promete a quienes luchan en su nombre. Nada de eso. Nada de nada. No me lo creo, sigo vivo y sin más aberturas corporales que las de cualquier humano promedio.
El tipo me grita que soy un puto, que vuelva hacia donde está él mientras mira con extrañamiento el chumbo. Le grito chorro hijo de puta agregando referencias poco comprensivas al pigmento de su piel. También le grito a mi viejo pensando que aún está en la puerta, para que se proteja. Miro y no está. El chorro sale corriendo pero no mucho, al trotecito nomás. Le grito a un vecino que guarda que ese que tiene a unos metros es un chorro y tiene un chumbo. El vecino, que estaba en la vereda, da un salto hacia su casa cual si fuera un clavadista de Acapulco, pasando por encima de su ligustrina y dejando la escoba de pasto tirada. La gente que está a unos 50 metros mira la secuencia con atención, hipnotizada.
Mi viejo, que escuchó el griterío sale corriendo y caza la secuencia al toque. Está semi en pelotas, es gordito y se mueve con la agilidad de una estatua así que aun con el cagazo que tengo me tomo el trabajo de convencerlo de quedarnos en el molde. Tampoco hay que tirar tanto de la suerte.
Me limpio un poco el barro del pantalón y la mochila que me pegué en un resbalón poco elegante durante la corrida. Respiro y arranco para la parada. Me cruzo con los vecinos que están ávidos de info fresca para poder indignarse en la cena. Les comento rápido. Uno me dice que se dieron cuenta cuando empecé a gritar “papá, papá”. Mi fama de valiente, si es que alguna vez existió, pasó a mejor vida.
Me duele la gamba por el mal movimiento. Cuando un oficinista sedentario pasa de 0 a 100 en 1 segundo es lógico que algo se rompa. Más me duele haber quedado como un cagón de cuarenta y largos que llama a su papá cuando tiene miedo, pero ojo, descubrí que soy inmortal: 2 veces me gatillan y las 2 no sale nada. Y es la segunda vez en la vida que me pasa. O soy inmortal posta o la malaria es tal que ni para balas tienen los chorros. Da igual, acá, insistiendo en respirar.
Llego a la parada. Pierdo el colectivo.