Coronel Díaz y Santa Fé. Nadie diría que el Estado de Bienestar quemaría sus últimos cartuchos en una de las esquinas más recoletas de la ciudad, pero como en la Argentina las vacas vuelas y los radicales votan a Perón nada sorprende. Son las 19:30 de un miércoles húmedo y caluroso de diciembre. Eso no impide que 12 vejetes que fueron al secundario con José María Paz se junten alrededor de una mesita, cada uno con un montoncito de volantes y unos tachitos de metal. No son unos viejos meados del conurbano, esos que vienen de mil generaciones de cagados de hambre. No, estos son pitucos, bien vestidos, arreglados, con la piel blanca lechosa que tanto excitaba a los fans de la mitteleuropa. Las mujeres bien podrían haberse camuflado en los cacerolazos con ollas Essen que se hacían en el gobierno de Cristina reclamando transparencia gubernamental y buenos modales y que ya no hacen mitad porque tuvieron a bien morirse o mitad porque por ahí no era eso lo que les interesaba, sino que querían sacar a pasear a las empleadas domésticas para que tomaran aire y les batieran los tachitos.
El asunto es que estos 12 viejos están protestando. Quieren sus remedios gratis. No cortan la calle porque, en honor a la verdad, no imponen mucho respeto. Están más cerca del harpa que de la guitarra y un par debería haberse quedado en la cama respirando sus últimos aires porque con o sin remedios al boleto ya se lo picaron. Pero como la esperanza es lo último que se pierde tomaron envión y se vinieron.
Cuando el semáforo se pone en rojo 3 viejos se van a la mitad de la calle y cacerolean mientras unos reparten los volantes y otros extienden unas pancartas amplias que se nota que hicieron a las apuradas. Una parece escrita por un calígrafo del siglo XIX. Dice «queremos nuestros remedios» con unos fileteados dignos de Salvatore Venturo. Nadie les da bola. Era de esperarse. Uno de los viejos se quedó en la mesita colocada junto a un puesto de diarios y frente a un bar coqueto que no puede llamarse de otro modo que no sea Dandy. El viejito tiene unas planillas con un petitorio y le pide, casi le ruega a la gente que pasa que se lo firme, pero nada, y eso que está en silla de ruedas y la lástima, mal que mal, siempre algo garpa. La señora que lo acompaña -no mucho más saludable que él- está en mitad de Coronel Díaz llorando con una caja de vaya uno a saber qué menjunje. En un momento pasa un grupito de niñatos que no tienen 15 pirulos. Los pibitos empilchan como pandilleros norteamericanos y las pibitas como empleadas con cama adentro de only fans. El culo de una de ellas queda junto a la jeta del viejito del petitorio que se lo mira sin saber si es real, pero contiene cualquier intensión de comprobarlo. Entre el viejo y los pibitos, entre las preocupaciones de uno y los intereses de los otros hay una brecha, una grieta, un pozo de 70 años o más bien un espejo en el que es imposible mirarse.
Los viejos le dan matraca a los tachitos y el ruido parece que los agranda en número. Algunos vecinos curiosos de los edificios de la zona asoman la cabeza por los balcones a ver de qué va la cosa, pero al darse cuenta de que reclaman derechos que no son los suyos apuran la vuelta al interior no sea cosa que se les escape el frescor del aire acondicionado. Los comensales del bar que está del otro lado de la avenida y tiene mesitas en la vereda sacan fotos como si fueran turistas. Por ahí como la zona no es muy dada a las protestas les parece raro.
Me acerco al viejo de la silla de ruedas para relojearle el petitorio mientras el tipo gira la cabeza para ver a la nena alejarse. Cruzamos miradas. Cuando me presta atención se da cuenta de que lo enganché off side así que me pone el petitorio en la cara y me ofrece una birome. Le firmo. Casi que tiene miedo a que le haga algún comentario de la nenita así que aprovecho y le pregunto por qué está ahí.
Me cuenta que se llama Manuel, que tiene 85, hace 2 años está silla de ruedas porque se cayó. Estaba en Ostende, en la playa con los nietos. Se resbaló con tanta mala suerte que se dio la cadera contra una piedra. Lo operaron y le sumaron 5 remedios a la decena que ya tomaba. Si los tiene que pagar a todos no comen ni él ni la señora. Me cuenta que vive en el barrio de toda la vida, que la señora no -la señala- ella es de Barracas. Que siempre vivieron cómodos. «Somos de clase media, como todo el mundo» me dice. Hasta que se hicieron viejos y empezaron que pastilla de acá, que operación de allá, que tratamiento para esto, que remedio para lo otro. «No nos alcanza para nada. Vivimos de unos puchitos ahorrados y algo que me ayuda mi hija que es médica en Alemania». Le pregunto por la jubilación. Cobra la mínima. De joven, dice, tuvo negocios, pero nunca aportó. No le gusta que le roben lo que es de él. Pudo jubilarse con una moratoria, no recuerda si de Menem, de Duhalde o Néstor. La señora, no sabe por qué, cobra más. Se ofrece a llamarla para que me cuente, pero se da cuenta que no va a venir porque se está carajeando con un chofer del 12 que le tiró el bondi encima. La señora le da con el tachito a la puerta mientras otro viejo la tironea porque el semáforo cortó hace rato y ella sigue enfrascada en su cruzada reivindicatoria.
De pronto llega un mozo de Dandy y le sirve al viejo de la silla un cortado con elegancia y cierta ceremonia que apoya sobre unos volantes de la mesita improvisada. Le pregunta cómo viene la protesta «bien, bien» le contesta seco y agrega «traeme una medialuna». No hay un por favor.
-Si hay miseria que no se note- me dice mientras se come la galletita de cortesía.
Ojalá no le caiga mal, pienso.