En Consti hay un pibe que siempre me quiere enchufar celulares. Robados, obvio. Ofrece cosas piolas, muy superiores a los que usamos los que estamos en la fila. Los vende baratos. Se acerca con carpa y tira entre dientes un “¿baratito?” y lo muestra. Lo saca de una campera de gimnasia azul eléctrico con capucha.
A veces lo tengo que pensar dos veces porque aparece con cosas bastante atractivas, carísimas. Y raras. Un día una tablet imposible. Otro uno de esos relojes inteligentes que hablan y te dicen en varios idiomas la fecha exacta de tu muerte. Un scanner de mano. Loquísimo. Tiene la gentileza de limpiarle los manchones de sangre porque nadie suelta esos aparatos sin dar antes la vida. Nunca le compré. Me da cosa quedar pegado. Ya suficiente tengo con ayudar a glifosatear escuelas en el Chaco. No necesito más cargos en mi contra el día del juicio final. Me sobran.
Tampoco le compro al que vende merca ni al que vende perfumes supuestamente originales y contrabandeados desde el sultanato de ninguna parte. Ese le vende a las chicas trans del pasaje Ciudadela que a veces le pagan en efectivo y a veces en especias. Hay uno que aparece muy cada tanto, cerca de la hora del último servicio. Pasa corriendo, agitado, transpirado, mirando hacia atrás, con pares de zapatillas en la mano. Del mismo modo que preguntaría por un lugar donde esconderse pregunta si alguien las quiere por $50. Es una inversión de riesgo. Puede pasar el dueño original y reclamarlas o puede que mañana, el que quede en patas, seas vos. No sería raro.
El que vende merca no vende lo que se dice exactamente merca. Por lo que dice la monada de la fila vende una mezcla de merca de cuarta, paco y alita de mosca que te deja taradúpido al instante. Antes era menos discreto para la oferta, casi que voceaba. Relojeaba la fila. Ubicaba a quienes no fueran canas de civil y ofrecía. «¿Merca?» «¿Faso?». Ahora no, la coima de la policía es más cara y el negocio no rinde pa´ garparla. De hecho, las últimas veces lo vi comiendo y tomando el mate cocido que reparte la gente de la parroquia de Santa Elisa mientras cantan a los gritos loas al Cristo caminante.
Sobre Brasil, por la noche, se paran unos vendedores de comida y postres bolivianos. No sé si serán o no típicos pero la gente que les compra tienen pinta de venir de allá o de por ahí cerca. También están los morochos africanos que venden ropa, relojes, anteojos, cinturones, porquerías para celulares y chacinados de la pampa húmeda que vaya uno a saber por qué cayeron en manos de gente acostumbrada a comer otras cosas.
En Consti puede que todo se compre o se venda, que todo tenga un costo. Sería como la vida pero sin los momentos de felicidad que enmascaran la hostilidad del mundo y de la gente. En el fondo es mejor así, lo vuelve previsible; sabés que mientras puedas pagar lo estipulado, la cosa funciona. Y que cuando se acaba el cash flow, se acabó lo que se daba. La merca, el vino, la chupada. Cuando no hay guita en el medio todo se vuelve más difuso, raro, inesperado. Consti es, en ese sentido, un barrio sincero. Eso, en estos tiempos, no tiene precio.