Sábado. Llovizna. Vengo de trabajar. Son las 9 de la noche. Hace cincuenta minutos que espero el colectivo. Estoy en una parte de la fila que no me garantiza un asiento arriba del bondi. Cuento la gente pero siempre cae un primo, un amigo, una embarazada con cinco pibes, dos discapacitados, alguna vieja con una enfermedad terminal. Atrás mío hay varias decenas de personas.

El foquito de la luz de la calle está quemado hace dos meses así que no puedo leer. Tengo dos evangelistas detrás que no paran de citar a lo pavote versículos del evangelio de Lucas. De pronto, paf! Un ruido estremecedor. Se corta la cadena de la cortina metálica del paseo de compras de Constitución, el que esta sobre Salta, entre Brasil y O’brien. La cadena pega un latigazo sobre la cabeza de los que estamos a su altura en la fila. La cortina se desploma justo a nuestro lado. Me queda a tres centímetros del pie. Debe pesar quinientos kilos, fácil. Cae diez segundos después que pasara por ahí un tipo empujando un cochecito de bebé con un pibe adentro. Llevaba, además, a otro de la mano.

En el tiempo en que te lleva decir “Mauricio macri la puta que te parió a vos y a tus votantes iletrados” nos salvamos de morir degollados y sepultados. Tal es el quilombo que el policia de la ciudad que charlaba con la piba trans que se prostituye en la esquina abandona su quietud zen y se acerca. Mira, pone cara de “¡Qué barbaridad!” y vuelve a la esquina. Sigo sin poder creer de lo nos salvamos. Creo que los evangelistas se cagaron encima literalmente porque no les alcanzan las palabras para agradecer en todos las lenguas del pueblo de Dios. Me siento tentado a unirme pero dios funciona como una ex novia, te tienta con un polvo para terminar haciéndote reproches, así que no me sumo.
Me prometo que al llegar a casa voy a ponerme en pedo para celebrar que sigo vivo.

Nadie nos pregunta si estamos bien. Aparecen dos pibes morochos del Paseo de compras. Uno tiene un handy y le dice algo a alguien. La gente apenas si los putea de lejos. Caen tres pibes inmigrantes de Senegal, Burundi o
Rodecia del norte, algún lugar así, y se ponen a laburar tratando de recoger la cortina. Unos de muy atrás tiran la idea de saquear el lugar en castigo por ser así de hijos de puta. La idea circula. No cala. Se quedan en el molde.

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Esperamos otros cuarenta minutos. Algunos de los que están adelante mío se hinchan las pelotas y se van a buscar otra forma de volver. Cae el colectivo. Me siento de casualidad. Al lado me queda un tipo con un nenito. El colectivo está, por decirlo de una manera elegante, hasta la santa pija. El chofer empieza a gritar que no entra nadie más, que en diez minutos viene el otro. Lo hace 5 minutos después que empezaran a decirlo los que van apiñados en el fondo. Lo de los diez minutos no se lo cree ni él. Los que están abajo empiezan a pegarle al bondi. El chofer para el motor y grita que si no se bajan los borrachos que están colgados no sale. No se bajan. Una flaca con voz de haber navegado todos los mares del alcohol, les grita y como no le dan pelota se para. Le dice al que tiene al lado que si le afana el asiento se lo coge. Pasa por encima de todos los que hay entre ella y los borrachos. Llega hasta ellos. Los empuja sin miramientos hasta que los tipos se bajan. El chófer arranca. Nadie se sienta en el lugar de la mina que vuelve y les grita a los que están en el fondo escuchando reguetón que pongan cumbia santafesina. Los tipos cambian. No sé qué ponen pero la flaca se da por satisfecha.

El nenito que tengo al lado me grita al oído todo el viaje que soy un pirata. El padre lee el Olé en su celular. Se bajan en Laferrere.
Todavía me falta media hora.