´Ta difícil la cosa. Para que se den una idea, lo dicen hasta los diarios y los noticieros que gustan de alabar el ajuste. Mientras, los programas de cocina exhiben lo que falta en muchas casas: comida contante y sonante. En el mejor de los casos, te militan el hambre hablando de lo ricas que son las milanesas de mortadela, o lo cool que es comer polenta vieja en Palermo, eso sí, regada con salsa de tamarindo y hojas de cardamomo.
Por eso no es de extrañarse que la monada se las ingenie como pueda para parar la olla y correr la coneja. Una vez que te acostumbrás a comer seguido, no te tomás muy a bien matar el hambre con mate cocido, aunque eso sea para muchos alto privilegio. Algo de eso hay en lo que me dice Pato, una pos adolescente que promedia la veintena y trabaja en uno de esos fenómenos nuevos hijos del pos-macrismo neurodiverso: los polirubros de la urgencia, negocios que apilan rubros sin ton ni son con tal de meter una venta por random que sea.
Rivadavia al 7800, a media cuadra del Teatro, mano al centro. Te atienden Pato y dos amigas. Es una peluquería. También te arreglan las uñas, te hacen cuidado del cutis, masajes tibetanos y ¡panchos! Todo al mismo tiempo. Pasás por la vereda caminando y de adentro sale un olor a comida recocida con Roby fijador fuerte en spray, del rojo, del que usaba la abuela luego de ponerse los ruleros. No podés entrar. Te corta la entrada una panchera con aguas antiguas, mezcladas con especias indecibles, que le dan al pancho un sabor que no se consigue ni untando con dulce de leche el maná veterotestamentario. Pedís uno y Patricia, o cualquiera de las pibas, saca las manos del marote de turno y ahí nomás, sin guantes ni nada, te chanta la salchicha en el pan y te pregunta qué aderezos le ponés. Antes era a gusto del cliente, pero se cansaron de que les roben los tachitos. Ya no hay papitas —me cuenta—; se les iba el presupuesto al carajo. Dice que es raro, que se dan cuenta, pero algo tienen que hacer para sumar un billete. El año pasado, mal que mal, les entraban 3 o 4 clientes por día, hoy ni eso. El novio de una de las pibas es policía, pero remisea. Así que si les cae alguna vieja con bolsas para ponerse linda, al salir la suben de prepo al Renault 12 y cuando se quiere acordar ya tiene que pagar. Entre el sueldo del poli, el remís y algunos adicionales que le tira el comisario, llegan a morfar caliente, pero justito justito, sin salidas ni permitidas.
Lo mismo le pasa a Dana. Es DJ en fiestas electrónicas itinerantes, pero más allá del glamour del oficio lo cierto es que tiene que remarla como cualquier hijo de vecino. Así que, siguiendo en la línea de laburos raros, pasa días y noches sin dormir imprimiendo en 3D muñequitos de animé semidesnudos que vende por Instagram. Tiene con sus socios un local diminuto en una galería de Primera Junta donde vende dakimakuras, almohadones estampados con personajes de animación que le compran pibes que ni de casualidad consiguen pareja y elijen enamorarse y copular con el relleno. Dana, como muchos de sus clientes, odia a Cristina y votó a Milei. Dice que no se arrepiente, aunque reconozca que no vende ni el 30% de lo que vendía antes.
Cuando se complica, lo primero que se ajusta son las boludeces —dice con razón—, pero lo mío es cultura. Boludez es ser zurdo o kuka —agrega yéndose al pasto, mientras aprieta las muelas de pura bronca. Me cuenta que ella y sus dos socios están buscando a alguien para sumar al alquiler, porque si no, van a terminar todos apilados viviendo en el local. La semana pasada les subieron las expensas del depto. que alquilan en Lugano y sólo les cierra si dejan de comer y respirar. No se ponen de acuerdo si lo hacen la primera o la última semana del mes.
Miguel es un innovador, un emprendedor como le gusta definirse. Antes le decíamos «buscas», pero el eufemismo garpa más, sobre todo cuando sos vendedor ambulante en un tren. Al cuarentón, viejo y cascoteado, se le ocurrió una idea poco explorada: vende empanadas en el bondi. Cuando sale a la mañana, se carga lo que va a vender en el tren y 2 docenas de empanadas fritas que ofrece a $400 cada una en el 297 que une Pontevedra con el centro de Merlo.
—Sé que va a ser un buen día cuando las vendo todas antes de bajar. Tengo clientela. Igual tengo que afilar a mi señora. Me las hace con 11 repulgues y son 13. Siempre alguno me reclama.
Lo de Rulo es distinto. 18 recién cumplidos, a punto de ir a Bariloche luego de que los padres vendieran un fitito para terminar de garpar el viaje de egresados. Me encara en una reunión de conocidos en común y me pregunta si lo puedo asesorar sobre el mundo cripto. Dice que en YouTube encontró a unos pibes que la re-vieron y hacen guita sin laburar, y él siente que está para eso. Aunque tiene previa contabilidad de tercer año, está convencidísimo de que las finanzas son lo suyo. Le digo que arreglo computadoras viejas, que todo lo que sé del asunto es que para el común de los mortales es una mezcla de estafa piramidal y evasión fiscal con aires narcos. Me mira con desprecio. Me dice que no la veo, que no tengo mentalidad de tiburón, que lo importante es la actitud, que la guita llama a la guita y la pobreza a la pobreza; por eso los pobres siempre son pobres y los ricos ricos. Se va. Me deja pensando. Claro —me digo— es por eso que no puedo pagar la boleta de luz, porque pienso como pobre. Soy un pelotudo. De haber sabido que era tan simple, no iba a la universidad.