Toda separación implica una serie de reproches, un ejercicio arqueológico de los fundamentos de un vínculo que van desde la cima del edificio hasta la piedra basal. Todo es puesto en duda. Las intenciones, las palabras, los gestos y regalos pasan a ser mirados con otros ojos. La desconfianza es el denominador común de los recuerdos y todos los implicados pasan a sentirse traicionados en su buena fe sea cual fuere su rol en la historia. El otro troca en enemigo. El otro es un adversario a destruir, el objeto al cual hay que anular. Parejas cuyo amor sobrellevaban el más bravo asedio se desploman ante el cascoteo más nimio en un abrir y cerrar de ojos. Y cómo en todo fin de ciclo lo que se callaba cobra voz. Lo que no se decía, lo que se dejaba pasar, la vista gorda, el no te metas autoimpuesto, todas las fórmulas con las que uno u el otro conseguían hacerse los boludos, esas, ya no van, no cuentan.

En el transcurso de la vida se pueden ver matrimonios, noviazgos, relaciones perfectas que en cuestión de semanas mutaron en carnicerías. Y esas rupturas belicosas no sólo duelen para los contendientes. También duelen para todos aquellos que como satélites rondan esas relaciones. No sólo se entabla un vínculo con las unidades que componen una relación sino que se entabla un vínculo con la relación como entidad, con la pareja en sí misma. Cuando una relación amorosa se termina quienes miran desde afuera aun tienen a los integrantes para relacionarse pero ya no más su unión como punto de referencia en las geografías simbólicas de su mundo. Cuando la unidad se fractura, recobrar la identidad implica la construcción de una otredad donde colocar al otro. El nosotros se desploma ante el peso de las individualidades y el otro se vuelve conflicto, disputa, campo de batalla. Y desde la mirilla de la puerta se ve la masacre.

Ser testigo del fin de una relación (de otros) es algo muy parecido a serlo del fin de una relación propia. Se ve como los otros ajustan cuentas con uno, asoman los reproches, las críticas, los puntos sobre las ies; se pone blanco sobre negro, se cantan las cuarenta, al pan pan y al vino vino. Se toma la palabra con la certeza indubitable de que la verdad nos asiste porque hay algo que nos está doliendo y ese dolor es claro y distinto. Aun más prístinas que la matemática las quejas proferidas trazan la línea divisoria entre el yo y el tú, el bien y el mal, la salud y la enfermedad, la buena literatura romántica del siglo XVIII y el folletín berreta de zombies al que no vale la pena prestar atención. No obstante, ese tipo de revelaciones no es común al grueso de los mortales. Protágoras lo pensó en los albores de lo civilizado: “Tal como me parecen las cosas, tales son para mí, tal como te parecen, tales son para ti. Pues tú eres hombre y yo también”. Eso no invalida el dolor, ni invalida reproche alguno vinculado a hechos puntuales y concretos ante los que se tienen diferencias. Invalida la queja fuera de proporción, la que es hija de la rumia y no de los hechos.

Las relaciones no se quiebran por la sola voluntad de uno de sus integrantes. Las relaciones dejan de ser posibles porque ambos, conscientes o no, no hallan la chispa adecuada. Subterfugio operativo mediante, el otro se vuelve chivo expiatorio de la propia ceguera que impedía ver las dificultades subyacentes en esa relación, ya fuese antigua o novel, superficial o profunda. El otro ha fallado. Es el otro el portador de los defectos, la encarnación completa y sublime del mal que habita el mundo todo. Y eso es un error. Grave. Tonto. Indigno de la propia inteligencia.

El común de las relaciones finaliza sin violencias; con pesar y tristezas pero no por causas que vuelvan el recuerdo de la experiencia común un ejercicio execrable. Los defectos estaban ahí, junto a lo maravilloso del otro. Su estética más deslumbrante convivía con su peor cara de trasnoche apenas amanecida. Somos seres a mitad de camino entre la virtud y el vicio, nunca nativos de la gloria o el averno. Por eso la prudencia debe ser la vara con la que ponemos el acento en las conductas de quien ya no comparte nuestras sábanas. A veces lo que falla no es el otro sino nuestra mirada teñida de expectativas propias, ilusiones que recrean y buscan materializar nuestros anhelos y deseos. Y cuando es la realidad quien nos canta las cuarenta, pone blanco sobre negro, y al pan pan y al vino vino, no queda sino culpar al otro por no prestar atención a detalles que en su momento se dejaron pasar por no contrariar, por halagar, por llamar a la concordia allí donde no era necesario. Detalles que, en suma, no eran pilares fundamentales para sostener esa relación; que bien pueden serlo para la vida privada del que reclama pero no para ese tramo de vida vivida en común.

El reclamo desmedido, realizado en los furores del dolor tiende a ser chúcaro. En él opera la omisión capciosa de todos esos detalles que uno mismo no ha tenido la gentileza de tener presente, las propias crueldades, las insolvencias afectivas que años de trabajo lleva detectar. El otro enemigo, el otro odiado, el otro fuera de la cama al que se le reclama la ruptura de un orden ilusorio es un espejo empañado que nos devuelve una de las tantas imágenes posibles del pasado. Hermenéutica de los afectos, sólo el dolor puesto en palabras ante el otro puede servir de bálsamo contra el veneno de la rumia. Pero no cualquier palabra. No la que funge de látigo, la que humilla y degrada al adversario hasta la mínima expresión de sus falencias sino la que lleva consigo los múltiples niveles de significación que implica reconocer en el otro al compañero que ha tomado otros caminos.

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Por eso para mi su padre se llamaba Rodolfo o Juan Carlos, y aunque me equivoque, no es ese el reclamo que ella debería haberme hecho cuando prefirió irse del café y echar a rodar otra vez los dados de un azar impredecible.

Me cierra el bar. Chauchas■