Me hago eco de un viejo desafío lanzado al aire una noche de copas y nostalgias de lo que no sucedió; me lanzo a pensar y a escribir como reacción ante mis propias ilusiones. Me levanto en su contra buscando, hurgando, revolviendo entre los escombros que ha dejado. Observo, miro, veo como, colocados en un mundo que rara vez nos da lo que queremos, en un universo que tiende al olvido, la esperanza cumple el doble rol de heroína y traidora; como, glorificada por aquellos que la creen maravillosa, goza de una popularidad semejante a la del amor, al que antecede, prefigura y complementa. Vemos, unos orgullosos, otros pasmados, como la gente bebe de su cántaro huyendo de sus penas hacia el futuro, olvidando que el último de los males que escaparon de la vasija de Pandora fue precisamente la esperanza engañosa.
Lobo con piel de oveja la esperanza es un don que Dios nos da para hacer nuestra vida insoportable, un instrumento del cosmos para aplacar nuestro espíritu obligándonos a perseguir al viento, a desear lo que estará siempre un paso adelante de nosotros. Tener esperanzas no es distinto que construir sobre la arena. Cito al Eclesiastes 34.1 “Vanas son las esperanzas del insensato y los sueños dan alas a los necios”.
Aquí me hallo necio e insensato, pero en beligerancia, intentando justificar un grupo de ideas que de un tiempo a esta parte han ido a reunirse con sus verdaderos dueños. Consciente soy (si es que acaso eso es posible) de lo arbitrario y falaz de lo que aquí se trata, por lo tanto advierto al eventual lector que toda adhesión u oposición es exagerada y absurda ya que no es más que un vano esfuerzo por racionalizar unos fenómenos y sucesos del espíritu humano, por proponer una línea de acción ante los mismos. Yo he fracasado en esto último. Ojalá que el lector no.
A La asesina
A la Sra. Lidia Pena
A Romina Dorado
A mí (y… ya era hora).
“…Cuanto más espera usted, más ha esperado, y sería estúpido desistir, pues entonces, todos sus esfuerzos habrían sido inútiles. Eso equivaldría a decir que usted, durante mucho tiempo, actuó de manera insensata, lo cual es la comprobación más desdichada y desgarradora que un hombre puede hacer“.
Facticio O Los Hombres Pájaro. Fernand Combet
“…La esperanza aparece como eso que se escapa al cerrar la mano, nunca a aquello que se llega”.
Hugo Mujica
“Prometiste amor sin saber quizás que pasión de un día no es eternidad.”
de una canción de Memphis, La Blusera
“…Anda una oscura nostalgia de lo que aún no ha pasado.”
Horacio Ferrer
“…Agüita de río fue tu amor, fue tu cariño/ que mojó mis manos y se fue tal como vino/ Sólo queda el rastro de tus huellas en la arena/ arenas de olvido que al amor lo vuelven piedra/ recordando besos y caricias y promesas / que corrieron locas de pasión pero sin meta./ Como una creciente turbulenta es tu sentir /Agüita de río que te vas, te vas sin mí.”
Roberto Ternán
I
Cualquier teoría sobre la esperanza debe comenzar inevitablemente con una definición de su significado. Aquí tal cosa parece ser inaplicable puesto que lo que tratamos de dilucidar es precisamente cuál es ese significado, qué representa para el hombre y qué es en realidad. Para poder conseguirlo se apelará, en primer instancia, a la descripción del hombre como único ser capaz de tener esperanza. Veremos con el correr de las secciones las aristas que revelan dicho fenómeno en su relación con el ser humano y cómo afecta su vida.
El hombre, arrojado del paraíso, expulsado de la naturaleza y del estado de comunión original que lo mantenía unido a ella, no puede volver atrás su condición de extraño, de forastero para el mundo animal, consciente de sí mismo, capaz de postergar sus necesidades instintivas aún a pesar de poner en peligro su propia vida, capaz de proyectar, de imaginar, de amar, el ser humano ha trascendido su vínculo con lo natural, ha emergido entre los animales y se ha encontrado solo y, como afirmara Sartre, se encuentra “condenado, porque no se ha creado a sí mismo, y no obstante libre, porque una vez lanzado al mundo es responsable de todos sus actos”. Está solo y lo que haga (y solamente lo que haga) lo definirá como individuo único en su especie y lo mantendrá en el mundo. El homo sapiens sapiens, la rama de los homínidos a la que pertenece el hombre, es el único animal cuyas actividades pueden trascender las necesidades inmediatas de supervivencia. Si así lo quisiera, puede destinar una parte de su tiempo a la satisfacción de deseos o “caprichos” que no se encuentran relacionados directamente a la conservación de su organismo. No se encuentra obligado como los demás seres a vivir el día a día sino que puede postergar. Por ejemplo: el hombre puede nadar en un río sin necesidad de hacerlo para pescar, trepar un árbol por el sólo gusto de hacerlo sin verse obligado a recolectar los frutos que allí se encontrasen, andar bajo la lluvia porque sí, etc… Por propia voluntad puede abstenerse de ciertas actividades o placeres porque no los considera correctos o van en contra de preceptos morales o religiosos a los cuales adhiere. Es capaz de privarse de alimento por ascetismo, por dar alimento a un prójimo necesitado o estar en la búsqueda de un ideal estético; de no dormir hasta dar por terminada una tarea, sea aguardar una presa o velar el sueño de sus hijos. Es capaz de contener sus deseos sexuales por temor a la insolvencia en ese campo o a causa de una concepción ética que vincula al sexo con el amor pero aun pudiendo reprimir sus instintos y deseos más profundos (con todas las consecuencias que esto acarrea) su organismo no puede escapar a un resorte básico de su aparato psíquico. Está obligado a responder a una pulsión instintiva de auto conservación la cual consiste en preservar y afirmar su existencia.
No sólo tiene el deber de luchar contra los peligros de la muerte, el hambre y el daño corporal sino también contra un peligro exclusivamente humano: la locura, el peligro de perder su mente.
Ubicado ahora en un estadio de la existencia donde la naturaleza ya no satisface todas sus necesidades, el hombre, descubre que en la vida hay más dolor que amor, más desencuentro que encuentro, más decepciones que aciertos, más soledad que compañerismo. Comprende entre lucha y lucha que la pena y la angustia no se van nunca de su vida, que construye y reconstruye sobre las ruinas que en su alma y su cuerpo van dejando las sucesivas derrotas. Y ya que ningún ser construye sobre tierra virgen, una y otra vez se empeña en fundar ciudades sobre escombros, en pintar sobre paredes ajadas.
Día a día redescubre que el dolor (sea físico o psíquico) no decrece sino que busca ser siempre más intenso de lo que ha sido ya: que todo el dolor se queda en el alma y no cicatriza, que puede cubrirlo con nuevas dichas, con renovadas alegrías aún más fuertes que cualquier otra anterior pero que el dolor seguirá allí, que se regenerará, que no cederá el terreno ganado a fuerza de desengaños.
Ante esta realidad, ante esta trampa en que para él se ha convertido el mundo, se desarrolla en el hombre el fenómeno de la esperanza. Este, relacionado íntimamente con el instinto animal de autonservación, se presenta como una reacción psíquica ante lo inevitable y lo desfavorable ya que tanto la certidumbre como la incertidumbre plena pueden, en igual medida, sumir al hombre en terribles angustias que podrían comprometer gravemente su capacidad para decidir; y puesto que el hombre es el único ser capaz de tomar decisiones mediante una escala de valores (ética), anular tal capacidad es, prácticamente, anular su existencia. Por lo tanto la esperanza, como señala Erich Fromm “…es un elemento intrínseco de la estructura de la vida, de la dinámica del espíritu”. No es una posesión, algo que se “tiene” y puede intercambiarse, es un don al que no podemos renunciar. Es ajena a inclinaciones políticas, sociales, religiosas, amorosas etc… Se encuentra presente en todos los hombres, de todos los credos y estratos sociales. No hace diferencias de color o de moralidad. Es algo que se nos ha dado a todos. Lo que difiere de persona a persona es la intensidad en que se la haya.
II
El ser humano en su afán por encontrar en la vida un significado a su existencia, en la eterna búsqueda de una certeza que lo reconcilie con la naturaleza indaga en todos los aspectos del universo que lo circunda intentando hayar una repuesta a sus preguntas.
Cuando no las halla en la naturaleza (porque ya no es capaz de comprenderla), cuando no las halla en su sociedad y en su tiempo o en su relación con otros de su especie se aferra a la esperanza como último refugio de sus deseos más preciados. De esta manera transforma a la esperanza en un estadio superior donde habitan, en letargo, sus necesidades satisfechas. Proyecta una imagen. Dice el sacerdote Hugo Mujica “para atraer a la voluntad hacia esa misma proyección“. El hombre de todos los tiempos se ha refugiado en la creencia de que tal estadio o proyección descenderá sobre él trayendo consigo el comienzo de tiempos mejores. Esto es un error. La visión de tiempos mejores al actual es obviamente un instrumento instintivo que ayuda al hombre a no enloquecer. Dentro del abanico de opciones que nos brinda el futuro (a pesar del destino, de la causa y del efecto, aún a pesar del mismo Dios) cabe la posibilidad de un tiempo en donde las adversidades que atormentan al hombre sean mínimas o inexistentes. Pero es uno y sólo uno de los futuros posibles.
Cuando el ser humano se deja llevar por la esperanza, cuando su corazón se ve henchido de ilusión y de optimismo ésta se convierte en motivación constitutiva del actuar, es su dirección e inspiración. Dice el mismo autor “Las imágenes (en este caso la esperanza) pueden reemplazarse, explicarse o racionalizarse, pero no anularse […] las imágenes son motivación y movilización. Sin motivación no hay decisión, sin decisión no hay libertad”.
Vemos, entonces, que la esperanza no sólo es una proyección de los deseos del hombre sino que también la fuente que lo motiva a saciar estos deseos y justifica su libertad. Pero parecería ser que la esperanza adquiere por momentos una peligrosa lejanía con la razón cuando el hombre “se deja llevar…” tanto por el fenómeno que tratamos aquí como por otros muchos. Pero ¿Qué es la razón? La misma es descrita por Fromm como “la combinación del pensamiento racional y el sentimiento.-y agrega- Si separamos las dos funciones, el pensamiento se deteriora volviéndose una actividad intelectual esquizoide y el sentimiento se disuelve en pasiones neuróticas que dañan a la vida”. ¿Cuál es, entonces, la relación, si es que acaso la hay, entre la esperanza y la razón? La esperanza ciega, aquella que nos vuelve soñadores optimistas, es la visión del futuro a través del prisma del sentimiento separado del pensamiento racional. Por un camino nos salvaguarda de la locura y por otro nos conduce a ella restringiendo nuestra realidad, disminuyendo nuestra capacidad de estar conscientes. Intentando salvarnos nos lleva directamente hacia ella por lo que daña tanto nuestra objetividad como nuestra vida. Al igual que la humanidad, que no se decide por el suicidio porque su propia naturaleza aborrece el camino directo hacia su objetivo (la muerte) la esperanza aborrece el camino directo hacia la locura. La esperanza, al igual que la vida, debe completar su ciclo existencial. Es menester aclarar que ser conscientes quiere decir suprimir las ilusiones, despertar, abrir los ojos y ver lo que nos rodea, lo que se halla frente a nosotros, y aun así no enloquecer, no perder la mente a causa de la realidad.
La esperanza cambia nuestra visión racional del futuro. Aquello que por discernimiento lógico debe o no ocurrir no es tenido en cuenta por las mentes afectadas por su influjo. Aun cuando las probabilidades que un hecho ocurra o no sean iguales, la esperanza hará que la persona que espera perciba sólo la concreción de lo que a ella convenga. El aumento de la esperanza es directamente proporcional a la disminución del pensamiento racional. Mientras más esperanzas albergue una persona más incapaz será de percibir claramente la realidad que lo rodea y el resultado de sus acciones. Gran parte de la esperanza es esencialmente un desvarío del hombre incapaz de resistir la vida tal cual se presenta; vida que, al decir de Shakespeare por boca de Macbeth es un cuento contado por un idiota lleno de ruido y furia que nada significa. Lo que queda, la minoría restante, es lo posible, aquello que quizás pueda concretarse, lo que de verdaderamente confiable tiene la esperanza. Sobre esta pequeña posibilidad está cimentado todo el fenómeno.
El hombre parte desde la premisa básica que sustenta la esperanza realizable: “Si he llegado hasta aquí… ¿Por qué no habré de llegar más lejos?”. Pero quien esto se dice ignora que las causas y los azares que lo llevaron allí no tienen por qué volver a repetirse con la eficacia del mecanismo de un reloj. Ante un sueño o una necesidad determinada el hombre comienza a creer que lo que ha ocurrido por azar una que otra vez puede volver a ocurrir. Con este argumento firmemente alojado en su razón se abandona al azar creyéndolo destino, pero el azar al igual que el destino no tiene miramientos con nadie.
III
La única esperanza realmente certera es aquella a la que el hombre más le teme: la esperanza de la muerte. Ante esta seguridad, ante la certeza de que tarde o temprano deberá morir y abandonar su estancia terrena, la misma por la cual debió pelear, sufrir y padecer incontables desdichas, el hombre busca de alguna manera perdurar, trascender los límites de su existencia dejando en el mundo testimonios de su vida. El amor, el arte (y los frutos de ambos) son el mayor intento del ser humano por desafiar a su destino. Cuando se ve externa o internamente imposibilitado para intentar su trascendencia, cuando comprueba que las esperanzas que ha sostenido no son más que ilusiones y que la visión de lo que lo rodea le provoca espanto y aun así no enloquece, el hombre descubre la contracara de los sueños: la desesperanza. Lo que comúnmente llamamos de ese modo, rara vez es realmente una desesperanza genuina. Esta es confundida en la mayoría de los casos con hondas nostalgias, con tristes perplejidades, con el aplacamiento en el que nos sume el ser víctimas de una tragedia[1] pero no es más que eso. En realidad, la desesperanza se presenta en nuestra sociedad como un fenómeno de índole inconsciente. Aún aquellas personas que a la vista de todos muestran ser poseedoras de un gran optimismo (o de un optimismo medio) padecen en los estratos más profundos de su ser al menos una pequeña pero sólida frustración al saber al futuro como improbable estadio en donde se concreten sus deseos y anhelos. El optimismo ante una posible mejora de las condiciones de vida (psicofísicas-sociopolíticas) en un futuro mediato o inmediato constituye una enajenación de la conciencia.
No debería haber sitio alguno en el corazón de nadie más que para una vieja y tibia esperanza que impida a los hombres abandonarse a la muerte y que no sea más que obstinación por vivir. No es que el hombre deba abandonar sus sueños o dejar de luchar por lo que considere justo, sea esto mejorar la sociedad de la cual es parte, superarse a sí mismo o al mundo. Tolerar el mal en nombre de la esperanza no es en absoluto un signo de sabiduría.
El mal como fuerza que disputa una porción del universo puede presentarse bajo la forma de una ilusión, pero aun conociendo esta treta no debemos dejar de enfrentarlo. Aunque en algún momento las rectas se crucen, peor que ser un soñador optimista es ser un malvado. Lo que sería acertado comprender es que hemos llegado a un punto en la historia del hombre en que ya no hay derecho a mentir (ni a mentirnos). Ya sea por inocencia, por ignorancia o por pudor, dar o darnos esperanza es un acto de crueldad. Nadie ofrece tanto como el que no está dispuesto a cumplir. Y la esperanza promete demasiado, es un simulacro de la felicidad, el ensayo de una obra que improbablemente llegará a estrenarse. Lo que queda en el alma que comprueba que sus esperanzas han sido mentiras es lo mismo que quedaría del paraíso luego de una invasión de ateos: nada, la ruina absoluta. Pero de ningún modo debe resignarse a su suerte, endurecer el corazón. Conoce a tus enemigos, aprende quienes son reza una antigua sentencia. Acaso el fracaso sea un acontecimiento a la larga beneficioso para los que carecen de experiencia. Ayuda, por las malas, a la templanza del espíritu ¿Pero cuantas frustraciones es capaz de resistir un hombre? Debe tener el hombre sueños a los cuales asirse cuando apoya su cabeza en la almohada y espera dormirse pero éstos deben ser sueños modestos, sueños cotidianos que no cimienten su porvenir en ficciones irrealizables. Debemos enfrentar al mundo con lo que tenemos al alcance de la mano, construir con lo que otros han dejado. Debemos soñar y creer sólo con aquello que realmente podamos realizar. Si luego nuestros sueños y utopías[2] rebasan los límites que nuestra imaginación les había impuesto haciéndolos más hermosos… ¡Bienvenidos sean! ¿Pero acaso esto no debería provocarnos una decepción? De todas formas el sueño no fue como lo esperábamos demostrando así que es inútil, pero no vano, interesarse por ellos pues su suerte siempre es diferente de lo que se imagina. Y lo que se imagina es el deseo de lo que se quiere que sea. ¿Es lícito fomentar una ilusión? ¿Es ético permitir que el otro aguarde indefinidamente la llegada de lo que espera, sabiendo nosotros que tal cosa no llegará nunca? No. Una expectativa es algo de orden superior. Prometer para luego no cumplir es una canallada. Despertar en el otro con nuestros actos y palabras un anhelo que luego no podremos o no queramos cumplir con el sólo motivo de servirnos de su espera nos define como prostitutas de la esperanza ajena, como proxenetas del sueño de los otros. No importa que en el momento que hacemos una promesa estemos dispuestos a cumplirla porque no sabemos si en el futuro lo estaremos o si acaso se darán las condiciones para su cumplimiento. No importa. Una vez liberada la esperanza debemos hacernos cargo de las fuerzas que hemos desatado en los otros ya que cada nueva esperanza, así como todo gran amor (si es que acaso no son la misma cosa) dejan al que espera presa de una nueva geografía. De tal suerte forzamos y nos obligamos a esperar algo para descubrir con horror que no sirvió de nada, o casi nada que si bien no es lo mismo, a la larga es igual.
IV
Nos encontramos ahora en un punto donde la esperanza como reacción inmediata a una promesa cobra sentido mediante la palabra, el acto, mediante la forma en la cual se vale el hombre para expresarla. En los relatos de la antigüedad clásica puede observarse que el acto mismo de prometer o juramentarse era considerado, al realizarse, como una atadura ineludible. Considerada antiguamente un valor, la palabra empeñada de un hombre garantizaba el cumplimiento o al menos un intento denodado por cumplir lo prometido[3]. El honor y la dignidad, entendidas como cualidades y posesiones de hidalguía intransferibles, obligaban moralmente al hombre a cumplir con los deberes asumidos en su promesa. Ante el incumplimiento de lo pactado su honor, a la vista de quienes lo rodeaban, disminuía. En sociedades donde el renombre estaba basado en la honorabilidad del hombre y su familia, la disminución o carencia de la misma provocaba innumerables inconvenientes por ejemplo, en los proyectos de ascendencia social.
La palabra fue, refiriéndonos ahora a un plano superior, el primer signo con que Dios se revela al hombre. La esperanza, en las religiones teístas occidentales, proviene directamente de la verdad revelada a través de la palabra por parte de la divinidad al pueblo humano. A causa de su naturaleza mortal que lo obliga a retornar a la naturaleza de donde fue expulsado el hombre se encuentra ante la disyuntiva de creer o no en estas revelaciones. La esperanza que Dios da a los hombre es un estado de Gracia concedido como símbolo de la amistad divina para con aquellos que le son fieles. Llamado de distintas maneras “Jardín del Edén”, “Reino de los cielos”, “Valhalla”, “Elíseo” etc… Este estado de gracia engloba todo lo considerado superlativamente deseable. Es una representación simbólica del paraíso natural del que fue arrancado el hombre[4].
La esperanza que la divinidad despierta en el hombre con su promesa es imposible de ser comprobada, no obstante es la más fácil de creer dada las alternativas: una vida que trasciende los límites impuestos de la carne (materia) o la nada.
V
El poder que ostenta el que promete únicamente es posible si existe alguien dispuesto a creer y a esperar. En el sólo acto de creer el hombre da su consentimiento para llevar adelante el ejercicio despiadado de la esperanza; adopta la espera como fuerza movilizadora de sus actos. ¿Qué culpa le cabe al que espera? ¿Cuál es la responsabilidad del que se ha dejado esperanzar, del que ha creído aun sospechando lo imposible o lo improbable de las promesas recibidas? Es él, en primer instancia, el causante de su padecimiento; ya que en su inocencia la necesidad y las ganas de creer (y por qué no su pereza mental) lo han vuelto presa de la liviandad con que el otro ha empeñado su palabra. El que aguarda está destinado, más tarde o más temprano, a encontrarse con la verdadera esencia de su esperanza. Cuanto más grande haya sido esta, cuanto más espacio haya abarcado en su vida tanto más dolorosa habrá de ser la realidad con la que se encuentre. Cuando un ser humano inicia una espera o acuña una esperanza basada en la verdad, acepta los eventuales tropiezos, los enfrenta cara a cara sin más dolor que el de la contrariedad saldable y pasajera. Pero cuando la verdad lo libra de una esperanza engañosa obligándolo a despertar de la mentira y el sueño es ahí donde se manifiesta, en mayor o menor medida, el sufrimiento. Es allí donde la esperanza se revela como la traidora que es. La esperanza es dolorosa siempre, pero lo es aún más cuando surge del engaño, no obstante la pena que produce es casi imperceptible cuando se da como sucesión lógica de verdades anteriores. Las pequeñas alegrías de la esperanza triunfante son mínimas pero vitales. Quedan latentes en los distritos del alma correspondientes a la felicidad para resurgir cuando la psique (o el organismo) se encuentra en peligro y recurre a ellas buscando consuelo.
El sufrimiento devenido de la esperanza traidora marca con fuego su estancia en el interior del hombre. Este comprueba que ha perdido esperando y soñando un tiempo que no tiene, que ha dedicado sus esfuerzos a empresas que sólo él no veía destinadas al fracaso. La pérdida de la esperanza de carácter colectivo, es quizás peor. Cuando todo un pueblo o un grupo despierta de una espera trunca suele llenar ese vacío con actividades comúnmente superficiales, represoras, autoritarias o facilistas. Nada hay peor a un pueblo que se deja esperanzar fácilmente. Nada hay peor que un pueblo que deja llevarse de las narices por objetivos que en verdad le son indiferentes o ajenos a sus intereses. El peor día de estos pueblos es el día que despiertan porque lejos de cambiar su actitud, de arrepentirse para bien delegan la culpa colectiva a los individuos que los componen obligándolos a esperar tiempos mejores, disponiéndolos a esperar nuevamente en un círculo de esperas, interminable y nocivo. Hasta aquí llegan las observaciones acerca del fenómeno de la esperanza. Queda pendiente una profundización más extensa acerca de su carácter social, de su incidencia en la relación entre las personas y su incesto, por llamarlo de alguna manera con el amor; que si bien es harina del mismo costal se hablará de él en otro momento y con la extensión que requiere tamaño tema de discusión. Quien esto escribe, desconfiado, receloso de todo aquello que augure mágicos bienestares de feria, debe afirmar que, a su entender, la perversidad tanto como la inutilidad de la esperanza radica en el incumplimiento de promesas que se extienden en el tiempo llenando de ansiedad y sombras el espíritu del que aguarda.
A lo dicho anteriormente debe agregarse, nobleza obliga, que a pesar de ser un fenómeno por demás cuestionable la esperanza conmueve al espíritu humano de tal forma que lo arrastra a esperar contra toda esperanza. Su componente mágico, aquello que permanece y pertenece al misterio ronda al hombre como un viento inasible. El autor, trágico y paradójicamente esperanzado, pretendiendo llegar a ser un hombre de sabiduría desea en los fueros más íntimos de su ser que en algún lugar oculto entre las estrellas algo o alguien lleve la cuenta de nuestros pesares para resarcirnos algún día de esperas y sueños truncos con la genuina felicidad que cada ser humano merezca. Por último debe afirmarse que la esperanza es una aventura del espíritu humano, una actividad sólo para temerarios pues arriesgarse a ella es adentrarse, más allá de todo razonamiento falaz, al centro mismo del alma. Por lo tanto es justo recordar a Anatole France quien dijo:
Si hubieran de destruirse todos los sueños y todas las fantasías de los hombres, la tierra perdería sus formas y todos nos sumiríamos en una lúgubre estupidez■
[1] Debe decirse que probablemente la única desesperanza consciente es aquella padecida por los que más han creído y esperado. Los mismos conforman, poéticamente hablando, una clase de hombres y mujeres que debido a su muy particular manera de pensar (muchas veces dispar y contradictoria) perciben la verdadera naturaleza del universo en mayor medida que los demás; los mismos por éste y otros muchos motivos raramente son felices. La certidumbre, el conocimiento de los mecanismos de los que se vale el cosmos para intervenir en la vida de los hombres son de una magnitud tan abrumadora que el corazón de quienes poseen aquel conocimiento se ve impedido de practicar por sí mismo la dicha. Y ya que como todo ser humano necesita vital e inevitablemente de ella, otras personas deben ayudarle en tal actividad.
[2] Sueño: m. Acto de dormir. Acto de representarse en la fantasía de uno, mientras duerme, sucesos y escenas. Fig. Cosa que carece de realidad o fundamento; especialmente proyectos, deseos o esperanzas sin probabilidad de relizarse
Utopía: F. Plan, proyecto, doctrina o sistema halagüeño, o muy bueno y conveniente, pero irrealizable. Gran Diccionario Salvat. Salvat Editores. Barcelona.1992. Se agrega también en esta nota al pie la definición de “Sueño” que da el “Diccionario de la lengua española”. Saturnino Calleja- Editor. España. Aprox. anterior a 1940: Sueño: Fig. Cosa fantástica destituida de fundamento.// De oro o dorado: Ilusión halagüeña, principalmente cuando la acaricia la imaginación a impulso del deseo-.
[3] “La palabra” como valor pudo haber surgido junto con las primeras experiencias en el comercio de las poblaciones de hombres anteriores a la escritura (9.000 AC), en donde el intercambio de productos era mínimo. Al no ser necesario registro alguno a causa del reducido grupo de habitantes que constituía “la tribu”, la palabra adquiere un carácter crediticio.
[4] Como puede comprobarse estudiando los rasgos más destacados de cada religión, al distar los valores entre culturas “el paraíso” es pensado o imaginado de diversas formas tales como grandes campos de batalla, selvas subtropicales o estados de gracia mediante la extinción del “yo” etc.