Que hay una malaria de aquellas no lo duda nadie. Por eso la gente se inventa negocios al paso para alegría de los que venden emprendedurismo. La cosa es que lo hace a su manera, por ejemplo, vendiendo falopa. Antes era cosa de gente más o menos barrilete, más o menos marginal, más o menos cagada de hambre. Ahora cualquier clase media venido a menos te zampa en su perfil de redes sociales que vende frascos de marihuana al mejor postor porque no llega con el alquiler.
Tengo un vecino que vende. Tiene plantas en un balcón y las cuida más que a los hijos. Si llueve fuerte, las entra, cuando sale el sol las va cambiando de lugar para que la luz les pegue de lleno. En verano, les pone una media sombra para que no se deshidraten y en invierno unos nylon transparentes para que la fresca no las hiele. No es un quilombero, no afana estéreos, no tiene la casa llena de mafiosos. Un tipo normal que plantaba para clavarse unos porros con los amigos y un día vio que parar la olla se le hacía duro y entonces le pintó la idea. Me cuenta una vecina que la abuela del tipo le da una mano y se lleva su parte porque de un tiempo a esta parte la producción creció. La viejita va por la vida mangueando frascos de mermelada. Y si hay confianza, te ofrece. Eso sí, ella no toca la plata ni el producto. Tenés que ir a lo del nieto porque tiene pinta de frágil viejecilla pero no es boluda, no quiere quedar pegada.
Hay quien ofrece delivery, take away, cantidad y variedad. A los viejos transas de barrio la idea no les gusta mucho pero a la larga no compiten. El transa es básicamente un minorista armado. Un adicto que la mueve para pagar sus propios gastos, que atiende las 24 horas y andá a saber si lo que te vende no te mata. Por lo general para en barrios picantes, se codea con la policía, tuvo, tiene o va tener antecedentes. La variedad, bien gracias. Porro meado, merca cortada, paco, alita de mosca y pará de contar. El nuevo vendedor de falopa es alguien que le vende a los amigos, a los amigos de sus amigos, a sus parientes y no a muchos más. Si es faso, lo planta él. Si son ansiolíticos los hizo él sino para qué hizo los 5 años de farmacia en la UBA ¿Para remisear? Puede ser tu vecino, el hijo de la maestra que labura en el jardín de acá a la vuelta o la piba que da clases de yoga online. Si trató alguna vez con la matufia, fue en la cancha.
Tengo una amiga que tiene un vivero. Hija de japoneses. Le pone alma y vida al negocio como le enseñaron sus ancestros, pero como todo el mundo apenas si sobrevive con lo que juntan ella y el marido que es mecánico. Si no tenés para comer menos para comprar un gladiolo. Me cuenta que prácticamente vive de venderle insumos a los que plantan marihuana. Tierra especial, químicos agroecológicos, macetas que filtran el agua. Dice que al principio eran tímidos, que iban y elegían una plantita cualquiera y a la hora de pagar pedían consejos sobre tipos de tierra, abonos, cuidados, tipos de luz. Se dio cuenta de lo que pasaba cuando entendió que eran demasiadas preocupaciones por unos ficus de mierda que crecen solos en una zanja. Al principio de la cuarentena era dos, a lo sumo tres los clientes del palo. Ahora dice que son una veintena. Alguno le blanquéo la situación, cuando la cosa se hizo muy evidente. Otros la caretean con que tienen un pariente con alguna enfermedad terminal o que quieren hacer aceite. A ella le chupa un ovario. Está pensando en dar algún curso sobre eso disfrazado de cuidado de plantas de interior. Cuando le pregunto si sabe del tema me dice que no, pero está segura que si es verde, ella lo puede hacer crecer.
El otro día me crucé en la calle con Gaby, amigo del secundario, psicólogo especialista en adicciones. Fumábamos porquerías a la salida de gimnasia. Trabaja en una municipalidad del oeste profundo. Me dice que si el mambo de las adicciones antes era duro ahora es todo lo que hay. Escarbas un poco en cualquier problema y siempre hay alguien enganchado con algo, pastis, fafafa, chupi.
—¿Qué le voy a decir a la gente? — Me dice — si yo también estoy tomando mucho.
Me muestra la bolsa de hacer las compras. Tres botellas de vino y dos packs de cerveza. Le duran dos días. Se había olvidado el medio kilo de queso mantecoso que le encargó la mujer, pero no le preocupaba. Le llevaba tres atados de puchos de regalo.
Me deja pensando en otro amigo, el Turco. Labura en una distribuidora de bebidas alcohólicas. Cuando el año pasado le dijeron que era esencial se quería matar. Ahora lo agradece. No pararon nunca. Horas extras al 100%, paritarias piolas, beneficios. Me cuenta que la gente chupa de una manera desaforada. Todavía sigue sin entender cómo se puede tomar tanto. Vino, vodka, ginebra. Lo que sea, ellos venden de a miles. Y la empresa en la que está es medio ratona. Ni hablar lo que deben ser las grandes. Él mismo compra bebidas a precio de empleado y las revende en el barrio un poco remarcadas de más. Se las sacan de las manos. No le fue mal. Mientras otros se cagan de hambre el pibe levantó unas deudas fuertes, azulejó el baño y se compró un autito usado.
—Si el asunto del bicho dura dos añitos más, capaz que hasta me hago la pileta en el fondo. Me dice mientras mira con esperanza al horizonte. No me animo a contradecirlo. Es muy de gorra cagarle los sueños a la gente.