Cuando el kirchnerismo perdió por su propia causa en el 2015 me alegré. Para qué voy a mentir. Tapé el pozo del horror macrista que se me abría en el pecho con la malsana satisfacción de haber predicho el final de una era que se quedó en medias tintas discursivas.
Pero ninguna ilusión está destinada a durar en los ojos de los que no creemos ni en la propia sombra, ni en la verdad, ni en el poder, ni en nada de nada. Ahora está ahí, el horror preanuncia su forma. La voluntad popular, heteróclita, multiforme y cambiante, se cristaliza. Erige a sus líderes con el sentimiento del odio integrista. Ellos o nosotros. Sangre. Hambre. La angustia anunciada como escenario futuro hecho cuero sobre la mesa vacía. La peor droga para olvidar el frío. El peor vino para olvidar la ocupación bestial de mendigar un laburo. Y el escaparate donde se vende lo que no podremos comprar: Un celular, un culo perfecto, un viaje, un remedio que nos cure las patas de gallo que el tiempo se empecina en dejarnos como obsequio innoble por nuestros cumpleaños. Y ellos. Pensando que son lo que no son, viviendo en 12 cuotas, creyendo que después, al fin, les toca a ellos; peinándose para la foto porque se portaron bien y se quedaron quietitos como indica el manual.
Y yo, sin fe ya, guardando un minuto de silencio por la historia, esa puta hermosa, como Casandra, que decía la verdad y a la que nadie le creía.