Ferrocarril Roca. Servicios interrumpidos porque un grupo de gente en la estación Don Bosco quiere comer, tener laburo o algo así. El vagón estalla. Incluso cuando los altoparlantes anuncian que sale otro servicio dos andenes más allá y parte de la gente migra, incluso así, a medio vaciar, el vagón estalla. Sube una vieja. Apoya en sus 30 cm personales una bolsa de pan, de las arpilleras de colores de otra época, las que se pusieron de moda en Palermo sensible y te la cobran una luca porque es de diseño. La vieja empuja a todos los que la rodeamos para poder agacharse y sacar algo de la bolsa. La veo venir. Un libro grueso. No es Guerra y Paz, no es Moby Dick, no es Los Miserables. Es una edición de la Biblia que a simple vista Francis, el papa peronista, no aprobaría. La vieja, entonces, hace lo que se espera en este tipo de situaciones, comienza a predicar a los gritos. Levanta la palabra del señor y arruga las hojas. Cada vez que mueve la mano siento la Carta a los Galatas pegándome en la nuca.

La vieja no es ni muy vieja ni parece muy rota. Normal. Te la cruzás en un cajero automático y hasta fantaseas con punguearle la jubilación o afanarle la pensión por discapacidad del marido muerto en la guerra de la triple alianza.

Tiene una voz poderosa, implacable. Es peligrosa, esta convencida de lo que dice, además está del orto. Predica el perdón para los que no miran culos en la tele. ¿No tenes laburo? Rezá. Olvidate de Cristina, es una puta. ¿Estás enfermo? Al pedo que vayas al hospital, lo que sea que tengas es un castigo que te mereces por garchar por deporte. ¿Fumás? ¿Tomás café? Alto barrilete sos a los ojos del señor.

El tren no sale. Los que la tenemos a tiro nos miramos de reojo. Uno, que se cansó de esperar que el tren salga o que la vieja se calle, pide permiso y se baja. Sabia decisión.

Pasan diez minutos y el tren arranca. La vieja sigue. Cuando en plan retorico la vieja pregunta si alguna oveja del rebaño de Jesús está presente el que tengo al lado se raja un pedo sonoro. Hay un par de risas. La vieja se enerva. Nos acusa a todos de ser candidatos al infierno.

Cuando bajo y la miro por última vez desde el andén improvisado de Bernal me devuelve la mirada. Me grita, casi que ordena -arrepentite-. Yo, que soy medio cagón y tengo un espíritu en relación de dependencia lo pienso. Hago números. Me doy cuenta que ni así empato las cagadas que me mandé. Esta vez, no, doña -pienso- gracias, muy gentil, pero paso.