El Km.29. Su mención, apenas eso, eriza las conciencias. Ahí, entre la ruta 3 y la ruta 21. Como tantos otros lugares su nombre carga una multiplicidad de significaciones que exceden en mucho cualquier denominación geográfica. Auschwitz, Jonestown, Amityville, Basora. Limite, frontera, borde. No man’s land del olvido, cipango del abandono. A quién llega a ese lugar sólo le aguardan la resignación o la angustia, la revelación de la derrota o la esperanza psicótica de que algún día el universo habrá de mejorar.

Oscuro y desolado con las primeras sombras. Árido y masivo durante la luz. No hay ley ni orden ni presencia alguna del Estado. Lo más parecido es la inercia feudal de poderes que operan a otro nivel, en otras instancias de la vida social que no es esta.

Trenes, colectivos legales y los que no lo son tanto. Combies y remises fuera de cualquier encuadramiento. Travestis, chicas derrumbadas, vendedores ambulantes, pasajeros en tránsito del esfuerzo al esfuerzo y del hambre a hambre. Los gordos que se apropiaron del espacio público para su puesto de comida. El basural que fundaron a sus espaldas. El remisero que tira una cáscara de banana en el pasto como quien le da trabajo precario a 50 mil infelices, o como aquel que los despide sin perder el sueño. Los que cruzan la ruta sin mirar creyéndose dueños de los poderes de la muerte, los que aceleran a 10 mil por hora sabiéndose dueños de la vida. Gente que escupe, que mea, que coge y deja -con suerte- el forro ahí tirado para que lo veas y sepas que alguien se volcó donde vos estás ahora. Esas luces paranormales, venidas de quién sabe dónde hacia ningún lugar. Esa cosmogonía sin más objeto que salir de ahí antes de que te roben, que comiencen a predicarte, que te ofrezcan tetas ciliconadas y pijas de colores.

Ahí viene el colectivo. Ojalá que pare.