Salgo de la facultad a las corridas para enterarme que de ninguna manera jamás podré llegar al último tren. La única opción es el 98 que atraviesa media zona sur. Parada repleta. Entre el gentío hay tres pibes completamente pasados de droga y alcohol. Le piden guita a todos y cada uno. Hay quienes les dan unas monedas. Quieren ir a Avellaneda. Tienen mochilas. Son malabaristas. Tienen la ropa sucia y roída. Patean las puertas de los colectivos que no los dejan viajar sin pagar.
Viene mi colectivo. Por la cantidad de gente parece un tren rumbo a los campos de concentración de Europa central. Subo. Ellos también. Tienen un olor infecto que se esparce por toda la unidad. Una chica comienza a tener arcadas hasta que le hacen lugar cerca de una ventanilla. Los jipis, asi les diré, no consiguen mantener el equilibrio por muy malabaristas que sean. Hablan un idioma que no parece derivar de ninguna lengua conocida sin embargo le dan charla a todo el mundo. Los que se fuman su verba, asienten por cortesía. Cuando coordinan algo semejante al castellano sólo dicen “rati”, “alita de mosca”, “circo”. Por mis contactos en el hampa sé que “alita de mosca” es una droga mucho más abrasiva que el paco, mucho más barata y mucho más apta para ver crecer las flores desde abajo. Si eso toman, sus seres queridos deberían empezar a ahorrar desde ayer para el sepelio.
Uno de los jipis se baja en Avellaneda. Los otros siguen. Se cuelgan a conversar con un colombiano que les da charla para que dejen de joder a una piba con un celular enorme y brillante que tiene una funda de los minions. Uno le cuenta que conoce Medellín, que fue allí donde le pegó por primera vez a un policía y se garchó a una menor de edad. El colombiano les pregunta a ellos de dónde son. Uno es de Pontevedra, el otro, de González Catán. Casi, casi que no podía ser de otra manera.