El procedimiento lejanamente intelectual de quienes defienden el accionar policial que terminó con la muerte de un manifestante se sustenta en el hecho de que el muerto tenía un prontuario. No cualquier prontuario sino uno de izquierda. Es decir, justifican su muerte o el ataque a quienes denuncian esa muerte bajo el supuesto de que era un mal tipo. En lógica se le llama falacia Ad Hominen. Aristóteles y los medievales ya lo habían descrito hace casi 2400 años pero eso para los paramecios de la actualidad no es importante. Por supuesto, condimentan su argumentación con más de lo mismo…

“Los de izquierda no reclamaron ni marcharon por la nena asesinada, ni por el médico asesinado”. Retoman, en el fondo, esa pirueta remanida de la teoría de los dos demonios porque no reconocen el factor diferencial existente entre la violencia surgida de la sociedad y la violencia surgida desde las instituciones y organismos de seguridad. Para ellos es lo mismo, en realidad no, no es lo mismo, piensan que la violencia institucional es mejor –siempre y cuando no sea ni contra ellos ni contra aquellos a quienes ellos apoyan. No les preocupa la institucionalidad ni la justicia, solo la venganza, contra aquellos –otra vez- a los que consideran sus enemigos. Milagro Sala está bien presa, el militante está bien muerto, Maldonado bien ahogado, y tantos otros. Pero ni una palabra de Pepín Rodríguez Simón, ni de Milman y sus secretarias-espías, ni de la venta de cargos de Milei, ni de los aportantes truchos de Vidal. Buscan al culpable en el Estado que no les responde pero nunca contra los privados que evaden y fugan, que tercerizan y abusan. Basta con prestar atención a quiénes omiten para saber a qué ideales sirven.

Piden por favor una coherencia que no están dispuestos a ejercer porque para ser coherente hay que esforzarse, leer sistemáticamente a favor y en contra, estudiar materias diversas, reflexionar principalmente contra uno mismo –contra las propias fuentes y convicciones-, incluso pagar el precio de la coherencia con las laceraciones de la propia carne.

Pero eso es demasiado para ellos. No pueden sostener la lectura. Ni formar el pensamiento. Solo decir lo que el capricho les impone porque su odio es epidérmico pero sobre todo es un odio grupal. Odian lo que odia su entorno, la muchachada con la que conviven. De eso habló Gramsci cuando habló de la ideología y los intelectuales orgánicos, de eso habló Alcira Argumedo cuando habló de las matrices intelectuales y de eso habló Bourdieu cuando habló del hábitus: en el fondo, pensás, amás y odiás lo que piensa, ama y odia tu entorno por temor a quedar afuera, que no te quieran, que no te den laburo, que no les parezcas atractivo.

Diferenciarse puede ser un ejercicio de individualidad que de por resultado tanto una afirmación de la inteligencia como de la estupidez, no hay garantías. Sin embargo, la diferenciación necesita primero de una voluntad y segundo de una capacidad de raciocinio que oriente esa diferenciación por los caminos más o menos transitados de la lógica occidental. Si la gente que te rodea no cuestiona la idea de la esfericidad de la tierra y vos en un esfuerzo por no ser parte del rebaño te convertís en terraplanista es probable que haya quien aplauda tu esfuerzo por reivindicar tu individualidad aunque no quita que también te considere un pobre imbécil.

Con la reflexión sobre la vida social, sobre la política, sobre lo común, pasa algo bastante parecido. Uno haría un gran aporte a la prudencia y a la moderación si se parara a pensar de dónde sale lo que da por sentado, lo que cree verdad. ¿Lo escuchó por ahí? ¿Se lo dijeron? ¿Lo leí en el único libro que leí en toda la década? ¿Es lo que cree mi jefe, mi mamá, mi novio, el tipo al que le quiero caer bien, mi suegra? Eso es el pensamiento crítico, no solo criticar a los otros, sino criticarse a uno mismo. Cuestionarse. Es difícil, el psicoanálisis labura en parte con ese material, con nuestras creencias y convicciones. Mucho antes de que el feminismo popularizara el término en varios sentidos, la deconstrucción significaba eso, desmontar construcciones de creencias e ideales para luego reordenarlas de una forma más beneficiosa para uno y la sociedad.

La vulgata de derecha, el sojero de balcón contrafrente alquilado, el que odia las manifestaciones populares pero se beneficia de sus logros, el que se queja de los maestros porque se queda sin el lugar que le cuide a los pibes, el que se queja del piquete porque se tiene que fumar el bondi hasta las pelotas durante 40 minutos más, el que cree que la inseguridad se soluciona con 3 balazos y la inflación matando de hambre a la gente, ese no quiere pensar cuáles son las condiciones de posibilidad de su enojo, la matriz de donde surge su fastidio –muchas veces realmente justificado y entendible-. No quiere nada. No quiere argumentación ni racionalidad. No quiere justicia ni coherencia. No quiere democracia ni solidaridad. Quiere algo que no es, que no existe, una entelequia imprecisa que satisfaga su deseo sin dar cuenta de los medios. Hablan de unidad, de paz, de normalidad pero quieren odio. Hay que darles el gusto.

No los amen. No los entiendan. No pongan la otra mejilla. Démosles el odio que tanto quieren.