Jodida la soledad. Te quema el cuero y te hace hablar con desconocidos; porque sí, porque tenés que apagar eso vomitando el mal tinto de la vida. En eso pienso mientras escucho como una vieja medio copete se sienta delante mío en el tren y agarra a un pibe que está contra la ventanilla y le cuenta su vida. Le cuenta que el marido, el segundo o el tercero, se fue con una vecina como treinta años menor y se llevó al gato. Dice que lo extraña, al gato. Dice que al marido no, salvo en las noches como anoche, cuando tuvo que levantarse a cargar la bolsa de agua caliente porque ni mamada prende la estufa con lo que sale.
El pibe subió conmigo en Bernal y se fuma la charla hasta Consti. La vieja le habla incluso cuando el pibe se pone los auriculares y saca unas fotocopias de Políticas de comunicación. La vieja le cuenta al pibe, o a su imagen del pibe, que una vez hace muchos años, antes de casarse con el primero, tuvo que dormir al sereno en la plaza de Belén. Por el acento sospecho que es la Belén de Catamarca, no la del pesebre. Dice que esas fueron las primeras noches en las que extrañó a su mamá. Era allá por el ´62, le dice al pibe pero que no está segura porque pasaron muchos años.
Saca de una cartera medio rotosa una petaquita de licor de chocolate Cussenier y le convida al pibe, que se niega. Por alguna razón se da vuelta y me la ofrece, como si sospechara que también participo de su monólogo. Le agradezco el convite pero no acepto. Por un instante temo que se cambie de asiento y me arrincone pero no tengo cara de receptivo y sigue con el pibe.
Cuando bajamos el pibe apura el paso para dejarla atrás. Al llegar a los molinetes me mira y me dice “me quemó la cabeza. Me puse los cositos para ver si se iba pero no. Siempre me pasa lo mismo. Me toman de boludo. Yo también estoy solo y no jodo a nadie. Tomo solo en la pensión.” Hago una mueca mezcla de comprensión y resignación. Cuando salgo, en la esquina, frente al puesto de diarios que solo vende porno para pobres y diarios paraguayos, uno predica el amor de dios y su oposición al aborto. Está desencajado. Dice que la Granata nos va a poner los puntos a todos. Tiene en la mano un evangelio de los chiquitos, de esos azules que tienen hojas que sirven para armarse porros. Mueve el librito y hace que mira al cielo pero en realidad lo único que puede ver es la pared de la estación.
Antes de llegar a la parada dos trabajadoras sexuales del caribe charlan sobre lo muerta que está la noche y el frío que hace. “Allá, en San Benicio, deben estar a 30 grados” comenta una. Tiene un tono melancólico, o eso me gusta creer.
Se me pegó. Esa soledad en el aire me vió carne apta y plop! Adentro. Yo, que no bebo y ya no me drogo en la calle, me quedo sin recursos. El celular se queda callado. El bondi se va un segundo antes de que me arrime a la fila. Quedo primero, como inmóvil, mirando los fondos de la calle Salta hasta donde me da la vista. Nada me va a sacar esto del pecho. Nada.