Un pibe medio gordito va en el Roca silvando Patience, de los Guns N’ Roses. Está sentado y tiene a su novia de la mano. Ella tararea en un inglés inentendible. En la parte del solo de guitarra le suelta la mano y hace el punteo en el aire cual fender stratocaster. Los dos agitan la cabeza. Ella tiene puesto un buzo canguro gris. Como es rellenita la cara le llena toda la capucha, que lleva colocada. Él, una bufanda exageradamente larga y un pulover que se adivina demasiado finito para esta noche.
Llevan una bolsa se hacer las compras llena de verduras, de esas de arpillera de varios colores que usaba la abuela y que ahora venden en dolares en las casas de diseño de Palermo Freud. También mueven los piecitos al ritmo de la canción que entonan.
Cuando el tren se queda parado sobre el riachuelo ambos pierden su mirada en la iluminada ciudad de las orillas, como si a ese instante no lo sucediera devenir alguno, ni el precio del dolar, ni la derrota de Napoleón, ni la crucifixión de ese androjoso carpintero de cuarta del cual sabemos que predicaba un kilo y dos pancitos pero no la calidad de sus alacenas y bajomesadas.
Ellos ahí, tarareando una canción que envececió mejor que su autor. Ellos ahí, cantando horas antes de la sopa con choclo que van a preparse; ellos ahí, haciéndo el ridículo, antes de parar en una esquina y meterse mano hasta que la calentura los haga irse en seco.
Se miran y comienzan a reirse. Tanto se ríen que ella lo escupe sin querer y le llena la jeta de saliva. Él se caga de risa.
Al llegar a Constitución voy al baño. Cuando salgo, dicho y hecho, se están dando una zaranda padre en un rincón del hall de la estación. Ni que los hubiese parido.
Joder, ojalá les dure.