Ricardito no se llamaba Ricardito. De hecho, nunca supe como se llamaba Ricardito en realidad. Le puse ese nombre porque sí, porque me daba la impresión de ser alguien familiar, cercano y querible aunque no tuviese ni la más puta idea de quien era.
Ricardito esperaba el colectivo en la misma fila que yo cuando tomaba el 96 semirrapido que salía del centro de Kathan City a las 06:05, de esto hace 9 años. Ricardito estaba siempre, no faltaba nunca. Pero no se destacaba por eso. Ricardito fumaba paco en la fila. A veces solo, a veces mezclado con marihuana y a veces con tabaco. Siempre, todos los días, primavera, verano, otoño, invierno y otra vez primavera. Era, podría decirse, el ejemplo de buen salvaje que espera todo pretendido aprendiz de burgués, alguien con un vicio desagradable que sin embargo se comportaba dentro de los cánones de la civilización occidental y cristiana aun cuando todos viajábamos peor que refugiados libios.
El tipo era un correcto pasajero tanto si viajaba sentado como si lo hacia parado. Gorrita, buzo, jean y bolsito. En cualquier clima. 30 grados, gorrita, buzo, jean y bolsito. 10 grados bajo cero, gorrita, buzo, jean y bolsito. Daba la impresión de ser albañil pero nada en él permitía una certeza, ni siquiera una sospecha. Yo flasheaba que lo era. Se bajaba en Constitución. A veces el chofer golpeaba las manos para despertar a los que tal vez ese día habíamos tenido la fortuna de viajar sentados y él estaba ahí.
Era un signo. Si él no estaba o era muy temprano o ya era tarde. La gente de la fila que no lo conocía hacia comentarios indirectos sobre el olor a paco. Nunca jamás se dio por aludido. Había policías en la fila, él fumaba. Las viejas le rompían las pelotas, él fumaba. Estaba en su mundo, tranquilo, sin joder a nadie. En una época en la que todo el mundo ponía cumbia en su celular y lo compartía con todo el pasaje, Ricardito no escuchaba música sin auriculares. Es más, no escuchaba música o la que escuchaba estaba más allá de mi comprensión o la de cualquiera.
Dudo que Ricardito siga vivo con ese nivel de consumo. Porque no hacía un uso lúdico de la droga. La usaba para vivir, para aguantarse el sueño y el frio y el hambre y esa forma innoble de viajar. Yo me clavaba todos los viernes media botella de vodka y caminaba 70 cuadras hasta que se me partían las piernas. Él se clavaba paco. En esa época muy heavy de mi vida, en la que las ideas más optimistas tomaban un coche fúnebre para pasearse por mi cabeza, Ricardito era un ejemplo no sé si de estoicismo o epicureísmo, nunca lo tuve claro, pero un ejemplo de algo, de resistencia o de conformismo, de optimismo a prueba de todo o de un fatalismo desganado. No lo sé.
Ricardito viene a mi memoria ahora, en Constitución, cuando desde la fila del 96 que él y yo compartíamos puede verse a una mujer borracha caerse de su asiento en uno de los bares piojosos que dan color a la zona. Unos paqueados sentados en la vereda de enfrente se cagan de risa y le gritan “¿ehhhhhh tanto mal hace la birraaaa???” Puede ser. Tanto mal como el paco, el éxtasis, la miseria, la hipocresía pelotuda y un colectivo que llega 20 minutos tarde.
Me cierran el bar. Chauchas.