La fiesta, en kathan city, como en tantos otros barrios, terminó con gente en pedo durmiendo la mona en las esquinas, afanos, heridos por fractura de craneo expuesta luego de caer de lugares varios y variopintos. Al final, unos antipátrias los constructores de mástiles de banderas, cómo no prever que la muchachada se treparía en ellos ante la pujante gloria nacional que llevamos en el ADN patrio. Los constructores de puentes la tienen más fácil, la gente brinca de ellos desde mucho antes que estuvieran entre huevo y huevo los constructores del Taşköprü, en Adana, un montón de piedras sobre el río Sayhan que los lugareños utilizan como atracción para vender postales a precio de euro blue. Los constructores de mástiles no, tienen que remarla como cualquier hijo de vecino, porque treparse en el asta bandera de una plaza es cosa -dicen- de la hiper modernidad líquida dónde todo fluye, viene y se va con rapidez, sobre todo la inteligencia. En especial, si antes de treparte en un caño de 15 metros, te clavás un cajón de cerveza con sandía, de puro sediento. Pero quién es uno para juzgar la alegría popular, ¿Clarín? ¿La Nación, acaso? No, señor, pobre pero digno.
La plaza, que tiene un nombre que nadie conoce, es el punto de referencia para muchas actividades de la zona. Ferias, encuentros, festejos. Un lugar donde llevar a los pibes cuando se ponen medio insoportables o rompieron la tablet. Antes de la pandemia estuvo vallada durante un año mientras la arreglaban luego de media vida de dormir la espera de los justos. Ahora quedó linda pero perdió esa oscuridad tenebrosa que la cobijó durante años. Cuando apareció iluminada todos los que iban a comprar falopa y a garchar entre sus árboles sintieron que algo en su interior se resquebrajaba. Es lógico, muchos fueron felices gracias a su cobijo aunque ahora militen en el evangelismo aleluyista o el bulrichismo post-post-montoneril.
Cada tanto se arman distintos tipos de amuchamientos, ferias, por ejemplo: de las colectividades, de artesanos, de la empanada, de la tradición, de la juventud. Al final, siempre terminan vendiendo papas fritas y pasando cumbias viejas, cosa de no ofender a ninguna tribu de fans y que la cosa escale a pelea de botellazos pues la pregunta en barrios de extramuros nunca es si habrá o no violencia sino cuándo. También hay recitales al aire libre de bandas zonales cultoras de todos los géneros populares habidos y por haber y que congregan varias decenas de adolescentes y de adultos que se mueren por volver a serlo. Bueno, tan así no. En realidad son bandas que tocan música para hijos de padres separados, esa que es puro grito, tachín-tachín, y necesidad de atención, como si, entre alaridos, reclamarán “Mirá mamá, toco sin manos, canto si voz, me drogo con acheto“. Pero mamá no mira, labura 12 horas en un geriátrico y papá debe alimentos desde el 2004. Así que a cocinarse solitos y a portarse bien. Por eso la plaza congrega, aupa, mal que mal, contiene. Es un punto de referencia práctico. Aquellxs que están perdidos tienen a su vera casi todas las soluciones a los problemas existenciales que nos presenta la vida. En frente está la iglesia. Punto para el catolicismo que si de algo sabe es de real-state. Una escuela, fundada a principios del siglo XX por una maestra con cara de ojete que, como fiel exponente del estado-nación sarmientino, tenía la idea de educar a los peones de la zona para que fueran útiles al modelo agroexportador. Una farmacia, por si alguien se zarpa con lo que toma o se le escapó la tortuga mientras le daba a la matraca y necesita de urgencia la pastilla del día después. Panadería, heladería, un Banco Provincia del que nadie recuerda haber podido retirar guita de sus cajeros, un club como los de antes de esos medio hechos mierda y dónde se jugaba a las bochas, una casa de delicatessen por si pinta el hambre y, como no podía faltar, una licorería bien provista en cuya vidriera apoyan la ñata los barriletes de la zona, soñando con una vida en la que pueden pagar los menjunjes más dulces y pegadores. Un hospital a media cuadra, una estación de tren a tiro de piedra y una comisaría que es mejor perderla que encontrarla.
En sus épocas de gloria también estaban a su alrededor el registro civil, el correo y un videoclub que cerró para convertirse primero en casa de tatuajes luego en casa de depilación definitiva, en maxi-kiosko, en tienda de lencería erótica sadomasoquista, casa de prode y en la actualidad persiana dónde apoyarse a esperar el bondi, orinar, apretar y escribir frases poniendo en duda la heterosexualidad del cuadro de fútbol rival.
Una distribución progresiva de la zona fue descentralizado la vida cívica haciéndole perder un poco de ese carácter de punto neurálgico que tenían los pueblos de antaño pero el pastito es el pastito y una plaza es una plaza aunque no haya que caminar mucho para encontrarse un descampado con vacas, caballos, ovejas y todo eso que los pibes de capital pagan por ver en zoológicos y museos.
Los tiempos nuevos trajeron novedades ajenas e impensadas hasta hace unos años. Una calesita diminuta con cinco caballos, tres lanchitas y un autito que reproduce una y otra y otra vez canciones infantiles con letras salidas de un neuropsiquiátrico y runners. Gente con voluntad y ganas de bajar la panza que elige correr alrededor de esa manzana piguyi porque ahí es tal vez menos probable que la afanen que si va a correr derecho viejo por la ruta o los barrios aledaños. Es risueño porque, vamos a decirlo, la plaza de kathan city está lejos, muy lejos de ser el Central Park, el Pereyra Iraola e incluso el parque Rivadavia. Es solo una placita de morondanga pero así y todo la única, la oficial. Todas las otras o bien las armaron los vecinos o bien algún concejal medio entongado con alguien que hizo que le sacarán los yuyos a un baldío y puso un sube y baja y una plaqueta con su nombre que alguien se afanará de un momento a otro. Para el municipio apenas si existe solo la posta, la histórica, la del centro; aquella en dónde se juntan a festejar los que no pueden pagar el boleto del semi rápido a precio oro que los acerque al obelisco, quienes todavía sienten vergüenza por no tener ropa para viajar “a la capital”, aquellos que corren la coneja de sol a sol y los fines de semana llevan a sus pibes a jugar a ahí a falta de un presupuesto más holgado para esparcimiento.
La plaza de Kathan city es, como todo lo público, un espacio de disputas reales y simbólicas. Mientras unos se fuman un porro otros dan vuelta a la manzana en procesión cargando la estatua de una virgen. Mientras unos estacionan el auto y ponen salsa choque otros tocan punk-rock pasado de rosca. Unos cocinan fritangas de salubridad dudosa y otros venden imitaciones de perfumes europeos a pagar en cuotas. Hay quien predica el evangelio con un megáfono interpretando la palabra de los dioses como se le canta el orto y otros se mandan mano a lo salvaje sin esperar que se vaya el sol porque los urge la pasión y porque en kathan city sobran excesos y pobres pero faltan telos. Para eso, hay que irse a otros mundos donde las lógicas y reglas cambian, lugares como Laferrere Town o Casanova Hills, donde hay más asfalto y apenas algo más de civilidad, o al menos la suficiente como para que haya hoteles alojamiento donde los pobres puedan ponerla con intimidad.
Festejando aquello del mundial un par se treparon al mástil de la plaza y se la pusieron feo. Un poco se lo merecen, por opas. Pero la cosa es que de todos los lugares que hay para plantar la bandera de la alegría y de la dicha los montones eligieron la plaza, esa, porque al fin y al cabo, la patria es el lugar donde fuimos o somos felices, por chota que sea. Chota, chotísima, sí, pero nuestra.