San Telmo está rodeado. Constitución. Barracas. La Boca. San Nicolás. Balvanera. Puerto Madero. La Rodrigo Bueno. Tiene que medirse con varias realidades para conservar su identidad frágil, tajeada en la mitad por una cotidianeidad cosmopolita en la que comparten protagonismo los extranjeros en plan de vacaciones gourmet, los tipos sin rancho que corren la coneja durmiendo al sereno y los vecinos viejos que de un día para el otro descubrieron que vivían en la capital de la gentrificación.
La variedad de idiomas se la robó a La Boca. Si mil dialectos se hablaban en los conventillos, hoy, esa mezcolanza, vive en San Telmo. Si antes la marginación era una postal made in Constitución, ahora solo basta caminar por Paseo Colón luego de la puesta de sol para ver cómo el paco y el hambre se disputan la vida de los que se cayeron del mapa. Algunas taperas tomadas a metros de la Plaza de Mayo tienen el olor a la humedad de las casillas a medio terminar de la Rodrigo Bueno.
Aún conserva algún viejo aire señorial con sus casas del siglo XIX, que cuestan tanto o más que los pisos coquetos de Puerto Madero desde los cuales se ve, en los días claros, la costa del Uruguay más próximo.
Hay también algo del poder institucional de San Nicolás dando vueltas pero está escondidito como todo poder que se precie. Las parrillas donde se reúnen los políticos y los agentes de la SIDE, los petite hotel propiedad de sindicalistas, las oficinas de los candidatos, los centros culturales de algunos gremios donde se negocia el pan de los trabajadores. También está la CGT, pero esa ya no forma parte del barrio sino de la mitología de una justicia que ya no vale ni la saliva que se gasta hablando se ella.
En San Telmo se toma vino noruego y agua del cordón de la vereda. En San Telmo se come faisán antártico y aire con pan duro. Podés comprar y leer libros en alto alemán y si te da el cuero alquilar dos horas de sexo con mujeres que hablan cuatro idiomas y cumplieron ayer los 18. Podés rezar en ruso o dinamarqués. Cantar la marcha peronista o parar en un antro del partido radical al que todavía no cerraron no se sabe bien por qué.
San Telmo es la capital universal de la cerveza artesanal que se vende en locales que dan pérdida para lavar guita de impuestos. Es la urbe donde las oficinas del Estado defienden al poder que no los necesita. San Telmo es donde van los ricos pobres a charlar sobre la revolución cuando les cierran temprano los bares de Palermo.
San Telmo es raro porque tiene una escuela donde los pibes que viven y mueren en la calle aprenden que son más que pibes que mueren y viven en la calle. También tiene un parque sin rejas en el que da cagazo caminar de noche pero en el que se respira las últimas bocanas de libertad en una ciudad que tiene quichicientas mil cámaras. Tiene, también, una asamblea vecinal con sobrevivientes de mil mishiaduras y el cuero duro.
También tiene museos que nadie visita. Y falopa, mucha falopa dando vueltas que te venden, si querés, en la puerta se la comisaría de avenida San juan y que los turistas extranjeros mandibulean en el cordón de la vereda. Tiene dos hoteles alojamiento carísimos a donde va a garchar la gente cuando sale del laburo. Un montón de estatuitas simpáticas y la esquina con más muertes por accidentes viales de la ciudad. Por ahí ya no tiene cuchilleros pero ni falta que le hace. Tiene reguetón en las esquinas y tango en sus venas. Marcha militar y bocinazo limpio.
San Telmo es como el mundo pero en una versión de veinte cuadras con todos sus defectos y alguna que otra virtud. San Telmo está donde está desde antes de la Argentina. Nos vamos a morir y va a seguir ahí, porque puede, porque la gente que lo vive y lo sufre hace lo único que es digno hacer: se la banca.