Los dioses obran de maneras misteriosas. 8:30 de la mañana. Colectivo repleto. Junto a mí viaja un tipo gigante que no tiene nada que envidiarle a ningún patovica, probablemente lo sea. Viste un buzo con capucha que le cubre la cabeza y le tapa los ojos. Usa auriculares y un reproductor de mp3 chiquito que aprieta con las dos manos sobre el pecho.
El colectivo se mueve y casi no se nota pero si uno le presta atención el tipo se bambolea con su propia cadencia, distinta a la del vaivén de los pozos. De adelante para atrás, como aquellos judíos que rezaban sobre los camellos en las arenas del Néguev, o los que rezan frente al Muro de los Lamentos. Mueve los labios, hace trompita. La parte del rostro que se le ve deja adivinar que tiene los ojos cerrados con fuerza. El resto del pasaje está normal, lloran un par de bebés, unas viejas cuchichean sobre el bailando. El chofer se queja de que haya un mañana.
El tipo junto a mi detiene su danza mínima. Queda suspendido, sin estar agarrado a nada, firme, recto. Alza un poco la cabeza y, a pesar del ruido, se escucha por lo bajo lo que dice; en ritmo de cumbia canta: “Jesus me hace saltar, jesus me sostiene, me da fuerzas”. Y lo repite, cada vez más fuerte, más claro, más distinto. Las personas comienzan a darse cuenta pero no lo miran. El volumen es cada vez mayor.
Pienso que los pibes que cambiaron el paco y la fafafa por el evangelio hicieron bien pero que a la larga sólo cambiaron de dealer.
El tipo, sin que nadie le dijera nada comienza a bajar el volumen de su canto. Apoya su espalda contra la ventanilla y al llegar al punto del silencio dice a viva voz “alabado sea cristo”. Desde el fondo del colectivo una voz de mujer le contesta “alabado sea”.
El mundo se va al carajo y yo sin agua bendita.
#undiaterezanyotrocapazteachuran
#leponiaondaalbailongo
#laquegritoenelfondoestabadelortotambien