La teología de la liberación exhortaba a lxs fieles a basar su relación con dios, con las estructuras eclasíasticas, con la sociedad y el Estado desde un lugar de igualdad. Lxs fieles ya no eran para ella un rebaño de corderos incapaces de guiarse a sí mismxs sino una congregación, una hermandad con la capacidad de autogestionar su vínculo con la divinidad desde la convicción cristiana de que sólo en la más plena libertad lxs creyentes encuentran sentido en el mensaje de cristo (ver parábola del hijo pródigo, Lucas 15: 1-32), y en el que su heredera, la iglesia, cumple un rol de acompañar a la comunidad no ya marcando desviaciones en la doctrina sino recordando que los que tienen hambre y sed de justicia son en gran medida los que no tienen pan para sí y para los suyos.


Las estructuras eclasiales aborrecieron desde el mínuto cero el potencial liberador de la teología de la liberación, persiguieron a sus teóricos, los censuraron, los condenaron al ostracismo académico y al olvido. La única libertad posible para ellos, es el abandono de la lucha por el bienestar material y el abandono del goce de la carne en favor de la glorificación del alma inmortal. Por eso los poderes terrenales tuvieron un vínculo ambivalente con la iglesia. Desconfiaban, con razón, de su poder, pero necesitaban una institución cuyo mensaje tranquilizara al pueblo, que justificara la pobreza y la volviera un valor romántico, místico, ecuménico. El pan y el goce en las casas de quienes siempre lo han tenido, que los que no lo tengan que no se impacienten, dios, desde su trono translunar habrá de resarcirles el esfuerzo con la gracia in aeternum.

 

El Cristiano, es cierto, nunca podrá aceptar como bueno el aborto. Ese rechazo se encuentra en su ADN sentimental e ideologíco. Pero puede recuperar las herramientas de esa teología maldita que reclamaba libertad humana para el pueblo, ejercicio humano de la dicha y el goce. Aún el cristiano está a tiempo de acompañar la libertad de los libres y sentar posición y dejar los juicios a otras esferas, a las que dice amar pero en las que, al parecer no confía, toda vez que juzga él lo que es atribución de quien nos ha dado el libre arbitrio.