Tengo un amigo, Lucho. trabaja en una multinacional. Un mago de los números. Un especialista en evadir impuestos. Él mismo lo dice. Está en el asunto de las criptomonedas, los negocios piramidales y la cerveza artesanal. Puteó cuando le dieron la vacuna china. Sale con una flaca que es casada y practica el sadomasoquismo, el bondage o algo de eso. La conozco. Alguna vez los crucé en un bar. Le gustan el encontronazo áspero, los juguetes poco habituales y el shibari, el arte de la atadura sexual. Lo dice ella. Toma dos copas y suelta la lengua. No sé si porque le inspiran confianza los parroquianos o de puro locuaz. Habrá quien diga que de puro borracha. Vaya uno a saber.
El marido sabe que se va de levante. Ella dice que tienen un arreglo. No lo detalla. También tiene un hijo, de unos diez años. Solo cuenta que vive engripado y que juega al Fornite. Ella tiene el pelo largo hasta la cintura. Debe andar por los cuarenta y algo. No los aparenta. Trabaja en un secundario privado, de los caros, pero no es docente. Nunca le entendí muy bien qué hacía. Tiene un tic. Se frota una pulsera dorada cada dos minutos que usa en la muñeca izquierda. Está sosteniendo un pucho y de pronto lo pita para frotarse. No deja de hablar. Eso le da un aire camorrero, de barrio al fondo, como de arrabal. Le queda bien.
Cuando cuenta lo de las cuerdas no es grosera. Se nota que no solo coge con eso, sino que lo estudió. Cita libros y revistas del tema. Dice que son pocos los del porno que realmente saben del asunto. Japoneses más que nada. Leyó los libros famosos, los de las cincuenta sombras de Grey. Le parecieron una pelotudez, pero celebra que a muchos les haya picado el bicho. Le hicieron alguna que otra entrevista, sin decir su nombre verdadero, cuando la película estuvo de moda.
Una vez nos contó alguna escena de sus inicios. Decía que en esos tiempos le gustaba el sexo fuerte pero que, a los compañeros de entonces, chongos, tipos de una noche o novios más o menos formales, les daba cagazo. Cagazo o algo peor. Por ejemplo, que se les diera por el castañazo limpio, la cagada a palos lisa y llana. Dice que no fueron los menos. Que los tipos, cuando se sentían habilitados, se calentaban más con la violencia misma que con ella.
Luego encontró a uno que le siguió el tren. Lindo, honesto, sin deudas ni ex pesadas. Hizo números, le cerraban, y justo se le estaba por vencer el contrato del ambiente y medio con amenities que alquilaba en Devoto. Lo charlaron y listo. Al año tenían al pibe, un Volkswagen Pointer y vacaciones en Villa Gesell todos los años en la casa de un pariente que se las dejaba para que la usen cuando se les cante.
Nos contó que, en una época, cuando llevaban dos o tres años de casados, ya estaba encaminada en el sexo duro, que si no era así no le pasaba nada. Sentía que le faltaba algo. Así que entró a googlear y se encontró con el asunto de las cuerdas. Y ahí flipó.
Nos contó que en un feriado largo le dejó el pibe a no sé quién y cargó en el auto al marido y cinco libros de shibari que le costaron el aguinaldo porque eran importados de España y Alemania. Llegaron a Gesell y lo tuvo atado al flaco tres de los cuatro días. Dice que no sabe si en veinte años seguirá casada con él pero que le estará agradecida toda la vida, por el nene y por dejarse atar de sesenta maneras diferentes solo para que ella practicara. Un santo de los que ya no quedan, dijo una piba desconocida que desde otra mesita escuchó la anécdota de pe a pa.
A grandes rasgos, parece que la cosa no es ponerla o que te la pongan sino -según ella- calentarte con la vulnerabilidad del otro. O la propia. Pero le da una vuelta más, dice que, a ella, lo que más le calienta es desatar. Cuando lo explica, la charla se vuelve la verba pastosa del borracho. La escuché hablar de eso dos veces y en las dos se levantó para ir al baño. Al volver, el tema siempre fue otro.
Una vez, Lucho quiso hablar del asunto, pero se arrepintió en mitad del comentario. Los dos nos hicimos los boludos. Estábamos solos frente a una vidriera con videojuegos a las tres de la mañana. Nos conocemos hace treinta años.
La última vez que la vi fue hace una semana. Los bares estaban hasta las pelotas por el día del amigo. Estaba con Lucho y un par de parejas medio barriletes de esas que acaban por hacerse habitués de los tugurios de Almagro, Once y Palermo. Los famosos amigos de copas. Tomamos algo. Cuando nos fuimos ellos enfilaron para un lado, yo y un par más, para otro. Al llegar a la esquina, me di vuelta y los vi de lejos. Ya apretaban contra un árbol. Casi me volví ecologista. Ningún árbol merece un trato tan desatento.