Los negros que viven de la venta ambulante en Constitución son un ejemplo inmejorable de globalización. Ellos, inmigrantes a veces legales y a veces no, venidos de los rincones más ásperos del África subdesarrollada, venden gadgets para celulares, ropas, calzados de marcas europeas fabricados por trabajadores asiáticos subalimentados o bolivianos esclavizados en talleres clandestinos propiedad de damas de la alta sociedad de cabotaje.

Los pibes son políglotas por naturaleza. Hijos de mil generaciones de oprimidos, hablan los idiomas del opresor, inglés o francés, sus lenguas maternas, la mezcla de ambos, el creol, el Castellano obligado que les impone el tener que tratar con los nativos y, por supuesto, las variedades callejeras y lunfardas, producto de estar todo el día escuchando el griterío de borrachos, trabajadoras sexuales y vendedores de falopa al paso.

Admirable la voluntad de los pibes por aprender a comunicarse. Son esas cosas que la necesidad de comer facilita. El hambre es alta maestra, severa y conchuda. Conocí hace unos años a una licenciada en letras que les daba clases de castellano en un taller comunitario y me decía que algunos conseguían un dominio del castellano mucho más afilado que los animalitos de dios que dicen “vistes”, “ambos dos” y “almondiga”. Los mismos que después se quejan del lenguaje inclusivo pero que, a lo sumo, solo leyeron las instrucciones del desodorante de ambientes o no pasaron de los libros del Pollo Vignolo.

En fin, que los morochos se adaptan. Se adaptan al clima, a las condiciones de laburo hostil y a tener que laburar codo a codo con gente con la que no se juntarían en situaciones normales porque los pibes son, por lo general, musulmanes, pero la cana los caga a bastonazos igual que a las pibas trans, a los borrachos y a los fracturados de paco que se cargosean por una moneda. Cuando se organizan para gambetear la suerte acaban compartiendo espacios de reclamo y militancia con quienes Alá prohíbe juntarse. Pero claro, el hijoeputa de Alá vive regenteando vírgenes en un paraíso fiscal 5 estrellas y ellos tienen que correr la coneja viviendo en pensiones de mala muerte en el Once.

Algunos prosperan. Hay uno que tiene una motito eléctrica y los va saludando uno por uno. Tiene pinta de ser el capo de la mafia o el capataz de la venta sin factura, pero por ahí es prejuicio mío que soy tirando a blanquito. También tengo uno de vecino en Kathan city, tomamos el bondi juntos, por la mañana. Nunca hablamos, pero nos reconocemos. O yo lo reconozco a él, que es bastante conspicuo. Para él debo ser un blanco más, como nos pasa a nosotros con los orientales. El tipo tiene su casita, está juntado o casado y no sé dónde o de qué labura pero siempre está a la moda. A diferencia de sus compatriotas o vecinos continentales, que transpiran un sudor de olor agrio y penetrante, este huele al perfume Old Spice.

Los morochos tampoco son lo que se dice unas Carmelitas descalzas. Antes de que los rajaran del Paseo de Compras de Constitución tenían puestos y contrataban pibas para atenderlos junto a ellos. No las dejaban sentarse y las verdugueaban si iban mucho al baño. También eran mano larga y les hablaban con unos aires de capanga que te sacaban las ganas de comprarles. Mala estrategia si querés que no te discriminen, pero bueno, cada quien se integra como le pinta.

Con el tiempo, algunos trajeron a sus familias o comenzaron a mezclarse porque el deseo de ponerla y de tener alguien que te quiera no reconoce alambrados pelotudos. Así que no es raro verlos con sus parejas o sus hijos jugando sobre las mantas donde apoyan sus productos.

Hace unos días una nena de unos 8 años, negra como la noche más espesa que recuerden, le leía a su padre y a su madre un cuento que le habían dado en la escuela. Era tarde. Hacía frío. La madre le preguntaba al padre que significaban distintas palabras que no entendía y el morocho le contestaba mitad en francés y mitad en creol, aclarándole el sentido de lo que la nena decía. La madre asentía. Los 3 tomaban mate.

Hoy bajo del tren Roca en hora pico y a la salida de la estación me encuentro con los manteros de siempre. Unos metros antes del puesto de diarios que solo vende pornografía, el que está en Brasil y Lima, está un piba negra, bastante morrocotuda, alta, muy desenvuelta. Tiene una de esas voces acostumbradas a dar órdenes, sentenciosa, imperativa. Habla con un flaco, también negro, poco más que adolescente, que vende zapatillas y cables de celular.

Le dice en un castellano extraño en sus modos, pero entendible
-…al de antes le decían Gato y era un “bâtard” pero este que tienen ahora es un “connard” pero le dicen…, ¿cómo le dicen? – le chifla a una señora boliviana que vende comida y postres unos metros más allá y le grita
-Mary ¿Cómo es que le decís vos a tu marido?
-Pelotudo- le contesta la señora.
-Eso- le dice la mina al pibito – este que tienen ahora es un pelotudo.
Me detengo a mirarla, sorprendido. Me dice
– ¿Qué mirás, forro?
Me voy sin decir ni mú.