No hay −acaso no podría haberla− cultura, civilización o pueblo alguno que no se encuentre atravesado de un modo u otro por el concepto de deuda. Las relaciones sociales se fundan en alianzas de reciprocidad, es decir, en una correspondencia mutua de beneficios, en un ida y vuelta de dones y contradones que van atando, engarzando una trama de sociabilidad que constituyen, con sus bemoles, una experiencia común.
La vida misma es algo que se nos da y que nos coloca en una cierta posición de sumisión −temporal o permanente− con aquellos que nos la brindan o la facilitan. Los padres, los dioses, el Estado, nuestros pares. Si, como proponía Aristóteles, el hombre es una animal de la polis, un ser que solo actualiza sus potencialidades a través de ella, entonces, la deuda es inevitable, algo inherente a nuestra condición humana.
Sin embargo, una cosa es hacerle honor a una deuda simbólica con quienes nos rodean y otra muy distinta pagar con sangre, sudor y lágrimas deudas, muchas veces, ilegítimas, contraídas generaciones atrás, con entidades difusas, sin cara ni referente alguno. Por ejemplo, cada niño que nace en la República Argentina lo hace debiendo USD3.111. Va de suyo que no lo pidió y es más que probable que jamás vea beneficio alguno por la deuda que contrajeron las generaciones de sus padres y abuelos. Deberá pagarla varias veces con intereses de toda laya. Lo hará con impuestos, pero también lo hará aumentando la deuda interna traducida en prestaciones sociales deficitarias. Lo vemos hoy, no solo en nuestras sociedades del tercer mundo, sino en todo el planeta. La crisis mundial desatada por la pandemia del COVID-19 deja al desnudo que incluso las sociedades más opulentas tienen graves dificultades para afrontarla con sus sistemas sanitarios. Las redes de contención social no pueden abarcar, tampoco, las consecuencias económicas del aislamiento preventivo necesario para contener el contagio y la mortandad de la población en riesgo, compuesta, principalmente, por aquellos a los que debemos la vida. No es que la frazada sea corta y no alcance para todos −como postulan los teóricos de la escasez−. Nunca en la historia de la humanidad se produjo más riqueza que en la actualidad. La cuestión pasa −otra obviedad− por sistemas económicos que adeudan una redistribución plena de riqueza y de los derechos más básicos. Se habla del peligro que implican las villas de emergencia donde miles y miles viven hacinados y sin posibilidad de acceder a las condiciones de asepsia recomendadas. Se les cuestiona su falta de apego a las normas y procedimientos. Pero he allí una trampa. Se pone el foco en estas poblaciones omitiendo que han sido las clases medias y las oligarquías las que más han hecho por distribuir el contagio. O que las clases medias urbanas viven casi tan hacinadas como las subalternas aunque puedan veranear en el extranjero.
Voltaire, en Cándido, dice que todos consideramos que somos los más infelices del mundo. Del mismo modo, todos podemos decir que se nos adeuda algo. No hay sector −del ámbito que sea− que no exija que se cumplan sus derechos y que se le retribuyan sus aportes al bien común, incluso los más ricos entre ellos, incluso aquellos que, a simple vista, nada han hecho. El mito del pacto social los avala. Pero es eso, solo un mito. No todos deben lo mismo, no todos pueden fungir de acreedores. En ese reclamo por supuestas deudas contraídas con ellos, lo que habita es un subterfugio que invisibiliza privilegios y segundas intenciones. ¿Qué otra cosa ocurre sino en el escenario en el que organismos multilaterales de crédito habilitan desembolsos de dinero sin control alguno ni contraprestación social? ¿Qué otra cosa ocurre sino cuando se protesta por una economía que se cierra, pero no por la muerte sistemática de mujeres obligadas a convivir con sus abusadores? Segundas intenciones. Quien presta más de los que el otro puede devolver no busca intereses. Busca el control. Quien obliga a alguien a convivir con un maltratador ni le presta asistencia no busca control. Busca disciplinamiento. Y así en todas las instancias.
El concepto de deuda es histórico y cambia. Nuestros abuelos temían a la deuda, decían que no podían dormir tranquilos sabiendo que la tenían. Nuestra generación tan posmoderna y cool compra a plazos, apela al crédito, aunque sepa que se ata por años y años. Hasta que la historia da un volantazo y nos deja sin recursos para pagar nuestros estilos de vida tan plenos de consumo superfluo. Es una de las curiosidades del tiempo que nos toca: La Historia (con mayúsculas) ocurre ante nuestros ojos y en cada uno de sus avatares nos muestra cuán deficitarios somos incluso con nuestros sueños y esperanzas; lo poco precavidos que somos con nuestras flaquezas, lo mucho que nos debemos como individuos y ciudadanos.
A veces esa Historia es demasiado grande para nuestras fuerzas individuales. En ocasiones es incluso demasiado grande y arrasadora para la voluntad mancomunada, entonces, pues, nos gana la angustia sin necesidad siquiera de prestar atención a los medios que venden miedo y desesperanza. Este número de Andén no debería solo dejarnos en la boca el sabor del mal trago de lo adeudado. Porque deudas, lo que se dice deudas, hay hasta debajo de las piedras. Lo que quizás debiera ocurrir es que luego de recorrerlo nos quede, como aliciente para la lucha y la resistencia, al menos una esperanza banal y de tontos que nos motive y movilice; una, por ejemplo, como la que rezaba el poeta:
“Bienaventurados los que contrajeron deudas porque alguna vez alguien hizo algo por ellos”.