Hace unos días hablaba con una amiga psicóloga, El Falo. Le decían así cuando la conocí. Yo la llamo Lisa. Nos conocimos en la empresa de transporte en la que laburábamos. Le gustaba el punk de los ´90, había coqueteando mucho con el reviente de zona sur, con la modas de tajearse las muñecas y con los problemas de alimentación. En algún momento se le alinearon los patos y se acomodó. Se recibió, se puso de novia con un tipo gigantesco y cara de pocos amigos; hizo una promisoria carrera estudiando el autismo, viajó mucho y se consiguió 4 gatos. Dejamos de vernos. Hacía algunos años que no cruzábamos palabra. Nos veíamos, nos leíamos, nos pispeabamos por redes como se estila hoy día pero nada más. Hasta que me habló. Cruzamos un par de mensajes y dijo las palabras mágicas: “tuve un año malo”. Listo. Se viene la historia, pensé. Y vino. Se separó. Me habló de una relación tóxica, me habló de crecer distintos, de hartazgo, de ganas de dejar de caretearla. Nunca me quedó claro si se sentía bien o mal. Se la escuchaba libre. Me contó que se había encontrado con el feminismo, no sé si con la teoría o la praxis, pero que le había hecho bien. Se notaba. Había cortado una relación de quichicientos mil años hacía relativamente poco y la piba estaba enterita.

Seguramente tendrá sus noches, como las tenemos todos, en las que se extraña a rabiar, o esas noches masturbatorias en las que los cuerpos recorridos vuelven a rascarnos la entrepierna. Siempre serán, en todo caso, mejores que aquellas otras, esas en las que pensamos a la gente perdida revolcándose con otros, transpirando un sexo que no volverá a incluirnos mientras nos dure la vida. Supongo que no sólo son celos, sino una de las formas más atorrantas de la desesperación. Bien lejos de la épica resignación del que ama sin correspondencia, bien cerca de la calentura barata del que hace un tiempo que no la pone. Quién sabe.

Lisa la campea bien. Creo recordar que tenía algún que otro juguete sexual que le daba una cuarta durante la pandemia universal. No dudo que algún chongo le caiga cada tanto.
Lisa me dejó pensando, en ella, sobretodo.

Uno o dos días después en la fila interminable de la verdularía me cruzó con Luca. Uno de los pocos amigos que hice en el barrio. Casado. 4 hijos. El primero, lo tuvo a los 18. Cada tanto hablamos. Nos acercamos, porque la distancia social es para Bélgica y porque la amistad, sepa disculpar usted covid-19, requiere de cierta cercanía física. Charlabamos lo de siempre hasta que me cuenta que está experimentado con una especie de alucinógeno que sale de los sapos. Me cagué de risa.
-No te rías- me dijo serio -nos hizo re bien a mi señora y a mí.
Ahí presté atención. Me contó que la relación estaba mal, desgastada, que los años los habían vuelto extraños el uno al otro. No sabían qué hacer. Cómo hacer. Se amaban con locura pero no podían seguir como estaban.
No sé cómo, llegaron a un pai, un manosanta, un chamán, un pastor del cristo en tanga o algo así. El tipo, serio, los dejó hablar de sus miedos, de sus diferencias. Luego les explicó no sé qué cosa de una terapia milenaria, de despertar lo que vive en uno, de conectarse con fuerzas. Vamos, les terminó enchufando una infusión de algo que se clavaron ahí mismo, en una piecita. Luca y su señora se pegaron un viaje astral hasta donde vive dios ida y vuelta sin escalas.

Al volver, como a las dos horas, el amor estaba ahí, intacto, como si no hubiesen pasado 20 años de correr juntos la coneja, de dejar de coger para hacerle nebulizaciones al más chiquito a las 2 de la mañana y asistir a velorios familiares. Me contó que fue magia, que lo que había dejado de estar, ahora estaba, que algo importante había ocurrido en el mundo mientras no estaban y que ahora era mejor. Cuando vio la cara que le puse me miró con honestidad, como abriéndose el pecho para mostrarme la verdad.
-Te juro que la química no tuvo un choto que ver en todo esto. Estoy enamorado como el primer día.
No se lo pongo en duda. Al final compró 1 kilo de acelga, 3 de unas manzanas arenosas que son un asco y 2 limones. Me dio un beso y se fue.

Ana es otro cantar. Tiene 35 años. Vive con un flaco, no tiene hijos. Cursamos unas materias juntos hace media vida. Después se fue a una universidad privada y ahora enseña no sé qué de la matemática y la genética en un instituto de investigación. Fue fotógrafa de modas y viene de una familia famosa de matemáticos. Uno de sus abuelos escribió a principios del siglo XX un libro sobre la matemática y el amor en el Reino animal. Un flash. Lo leí y no entendí un carajo.

Ana se acostaba con un tipo de 70 años que le volaba la peluca. Cada tanto reinciden. Solo es coger. Está perdidamente enamorada de un sudafricano que enseña a esquiar en Andorra y que vive con una mina polaca en Hungría. No sé si lo conoció en Europa o acá. La cosa es que cada tanto el sudafricano viene a hacer las cosas que seguramente hacen los sudafricanos en la Argentina y se ven. Y para qué. Ana, tan matemática, con un ADN tan lleno de números, tan dada al cálculo probabilístico, se deja llevar y lo escucha embelesada mientras sabe que no se puede, que está juntada con alguien a quien le dice amor, que el sudafricano está con la polaca en Hungría; que la suma del cuadrado de los catetos es igual al cuadrado de la hipotenusa, que el vino tinto y la sandía te matan y que las empanadas con pasas de uva son una mierda. Lo sabe, pero no le importa.

Cuando hablamos, antes de ayer, le cuento de Lisa y de Luca y su señora. Se siente habilitada para masturbarse con su rumia, con sus propios dolores cayendo en el oído de otro. Le digo que está bien pero que lo ponga en contexto. Que piense que mientras ella tiene techo, come caliente a diario, no se le murió nadie y puede ponerla seguido hay gente no muy lejos de donde vive que no tuvo, no tiene y muy probablemente no tenga nada de eso; que si no se la aguanta que se tome un whisky con un diclofenac y que mire videos de Ricky Martin. Se ofende. Me dice que no entendí nada de Lisa y Luca. Me corta.

Sigo sin entender.
Así me va.