En mi barrio, como en todos los barrios, lo que queda después del 25 son las huellas, los restos tristes de la fiesta. Los tetras en la zanja, las botellas apiladas en los tachos de basura. Bolsas de residuos que los perros sueltos rompen buscando qué comer. Forros usados tirados en la calle por los que garcharon, responsables, bajo el amparo de la noche y los ligustros.

Quedan los restos de petardos, papeles de regalo arrastrados por el viento con sus motivos rococó deshilachados. Queda el eco de las sillas vacías en la mesa, ausencias más o menos permanentes que este año no llegaron a probar en el pionono inmundo de la vida.
Quedan las garrapiñadas a medio babear por los infantes, el último resto de ensalada de fruta de una alegría impostada y efímera, el lechón pasado del hastío.

Queda la reverberación del sonido en los parlantes desconados del vecino, que en pedo y en cueros, ve llegar la mañana desde su silla junto al Fernet y el pollo frío. Quedan las vainas servidas de los que salieron a tirar tiros al aire, tratando de matar a la luna que a todos alumbra por igual.

Afuera, más allá del portón, lo que queda son las publicidades de ofertas pegadas en el refugio y en los postes que prometen la carne más barata, el arroz más económico y al final, el amarre de amor más umbandista que se haya visto bajo el cielo.

Lo que barre el sol no son las dudas sino las certezas y resoluciones que se toman bajo efecto del alcohol. Estimulados de Ananá Fizz y Gancia puro los parroquianos decretan, sentencian nuevos órdenes para su vida delante de los parientes que incrédulos los miran sabiendo que nada cambiará. No dejarán de fumar, no harán ejercicio, no cambiarán su trabajo, no dejarán de cagar a sus esposas ni tolerarán los hábitos del hijo puto y drogadicto. No habrá vida nueva para ellos. Seguirán extrañando el amor perdido por más que al brindar le rezaran en secreto al cielo, llorando, hacia adentro, sosiegos y promesas.

Al otro día de la fiesta queda el deja vu de los parientes juntos fingiendo sus papeles de familia unida ante el señor, ante la abuela que no dura un año más, ante el candidato de buena posición de la nena.

Se lo ve en la calle, se lo ve en las caras. No lo hacemos porque queremos lo hacemos porque se estila, porque todos lo hacen. Nos apiñamos frente al pan dulce a 35 grados, junto al pino nevado cuando la nieve más cercana ni figura en los mapas.

Y la tele y la radio, con sus conciertos de ocasión de artistas medio pelo cantando villancicos mal traducidos, esperando el regalo de sus fans en formato donación para los pobres. Y la tele y la radio recordando las mil formas de morir en navidad para dar ideas, para denotar que ni siquiera el glamour suicida de los famosos se nos ha otorgado.

Le pedí a papá Noel que este año no hubiese ocurrido. Me trajo un desodorante.