Hay varias formas de que se defeque sobre tu intimidad. Una puede ser que revisen tu Facebook sin autorización, o el correo electrónico. Otras que te revuelvan el cajón de lo calzones o la billetera. Ni hablar del celular, que se divulgue tu historial médico o que un amigo enumere tus borracheras delante de tus padres. Porque por limpio que estés siempre te van a encontrar en off side. Así son los datos que constituyen nuestra esfera privada, descontextualizados, cualquiera puede condenarte a muerte o hacerte parecer como el asesino de Nisman.

Por eso cuando el chofer del 96 semi rápido pone a Marc Anthony a toda castaña, o cuando el señor que viaja a mi lado levanta sus brazos y comparte su inmundo olor a podrido; o cuando la señora que habla por celular ubica a dos infantes vomitones entre mis piernas mientras tuitea los resultados del bailando; o un australopitecus afarencis escucha sin auriculares una cumbia o reguetón o algo que repite “te entra, te entra te entra”, por todo eso, pienso que alguien se está cagando en una parte pequeña de mi intimidad. Y por eso me preocupa la improbable existencia de gente que lea mentes ya que si en este momento alguien lo hiciera encontraría ideas profundamente fascistas, etnófobas, falocéntricas y genocidas. Y no es que uno lo sea (o lo sea más que la media) sino que el uso privado o desatento o irresponsable de lo público (en este caso el espacio) puede que genere ciertas violencias que sería preferible evitar. Mi paciencia, a fuerza de costumbre, es abundante y racional. No puedo decir lo mismo del viejo que en mitad del colectivo empieza a gritar y a decir que esto, con los milicos, no pasaba.