Como suele ocurrir, los griegos tenían la posta. No por nada a occidente lo inventaron ellos a pura prepotencia intelectual y, de paso, también de espadas y masacres varias porque no sea cosa que los fueran a tratar de afeminados por acostarse con pibitos. Siempre ha sido igual en todo los barrios de la historia, si te gritan puto desde el bondi se la tenés que jurar.
El asunto es que los pibes tenían una palabra hermosa, Acmé (άκμή). Literalmente hablaban del filo o la punta de una cosa, pero por desplazamiento la usaban para referirse al esplendor de algo. Hoy diríamos «su punto caramelo», «su mejor momento». En algún punto entre aquella época y la edad moderna se comenzó a utilizar para designar el momento de mayor fertilidad intelectual de un pensador. Algunos tipos se dieron cuenta que alrededor de los 40 pirulos los grandes héroes intelectuales de nuestra especie se afilaron y produjeron lo mejor de su obra. Por ejemplo, Platón escribió más o menos a esa edad su República. Agustín de Hipona anduvo por ahí cuando escribió Confesiones y más o menos a esa edad Descartes escribió las Meditaciones Metafísicas. Como el club de los rockeros que se mueren a los 27 pero de gente que escribe cosas que le cambian el marulo a la monada.
A contramano de todo eso, cuando tenía 13 o 14, me advino una certeza sin pruebas ni argumentos: a los 40 la gente se vuelve pelotuda. Podría atribuirle esa postura a la rebeldía propia de la aquella nueva juventud de la que adolecía pero la realidad me avalaba o eso creía yo, que aspiraba a ser un eterno efant terrible de vuelta en todo sin salir de la puerta de mi casa. Para desgracia de mis padres y mis ex, mucho no cambié. Sigo dando clases de cómo debe ser el mundo desde mi habitación repleta de discos, libros y latas de colección.
Cuando se tiene esa edad, la mayoría no es capaz de percibir la implacabilidad del tiempo. Simplemente se es joven siempre, todos los días y es como una especie de aljibe que no se seca jamás. Incluso cuando el mundo se emperra en sus cambios y hay que trabajar para comer, llorar para mamar y acordarse de los cumpleaños para poder seguir poniéndola, incluso así, todavía queda un resto de inconsciencia (sana y necesaria) que nos dice que aún está lejos el momento de mirarse al espejo y no reconocer en el reflejo la encarnación deforme de los sueños.
En ese mundo mental de la juventud siempre se puede ser astronauta si te esforzás. Siempre se puede ser ninja si un día te ponés las pilas y dejas de tomar birra toda la semana, siempre podés volver con la persona que te gusta y te dejó por otro aunque se haya casado y parido mellizos. En suma, que siempre es todavía; porque el paso del tiempo es para otros, para los que se preocupan por llegar a fin de mes. No como uno, cuyo espíritu rebelde se ríe del dinero, del lujo y del confort.
Pero si uno se emperra en comer, mira para todos lados al cruzar la calle y no usa la camiseta del Almirante Brown para caminar por Laferrere, es muy probable que más temprano que tarde llegue al borde de los 40 y se encuentre contemplando con cara de nabo esa vicisitud: llegar al acmé de su capacidad intelectual y aprovecharlo en algo medianamente relevante para el mundo o, a pesar del mayor y más sobrehumano de los esfuerzos, convertirse, transformarse, mutar en un inevitable pelotudo y no poder hacer nada para evitarlo.