Viernes. Hace dos semanas. Volvía tarde, tipo una de la madrugada. Estaba en Congreso. Cuarenta minutos de espera. Llega el 86. Medio vaciongo. Me siento de espaldas al chofer, mirando al resto del pasaje. La cosa estaba medio fresca así que me acurruco. Me duermo a los treinta segundos. Me despierto en Laferrere, me palpo, tengo todo. Genial, no me afanaron mientras roncaba. Me limpio la baba, me arreglo el pelito.
Cuando vuelvo a ser un ser humano me doy cuenta que el bondi está desierto. En frente tengo un viejo dormido, detrás de él un chabón despatarrado, de más o menos mi edad, ocupa dos asientos. Detrás de todo, contra el vidrio, un grupete de amigos que subió a los gritos en Lafe llenan todos los asientos del fondo. Hay chicos y chicas. Promedio, 16 años. A su derecha, contra la ventanilla, va la parejita del grupo. Él, un pibito normal; ella, una morocha de esas por las que cualquiera pierde la cabeza y el alma cuando está en el secundario y no hace más que frotarse a sí mismo. Pelo larguísimo, renegrido, ojos delineados con una sombra feroz.
Empiezan a apretar. Los pibes de ahora le dicen “achurarse” y estos le hacen honor a la expresión. Se sacan chispas. Al principio, qué va, uno no mira por pudor y porque a cierta edad hay cosas que se vieron, se experimentaron y se volvieron a hacer con gente que bien nos valdría no haber conocido nunca. Pero estos pibes no tienen pudor ni ante su propios amigos. La piba me mira. Desde el fondo me clava la vista, me sostiene la mirada. No es la de una inocente damicela en apuros a la que fuerzan a hacer algo que no quiere. Es la mirada de un perro cimarrón ante su presa. El pibe le toma la entrepierna como si no hubiese un jean que la cubriese. De repente, le mete la mano a la piba bajo el pulover y se lo levanta. La flaca me mira. No hace una mueca. El pibe le deja las tetas al aire y se las chupa. Los otros no se dan por enterados, o no les importa. Hay otras dos chicas con ellos. Se cagan de risa y hablan de sus cosas a los gritos. Tiran mensajes con sus celulares, se sacan selfies con los otros dos matándose de fondo. La piba le mordisquea las orejas al pibe. Lo tiene prendido cual lactante succionandole la vida. Ella le manotea el ganzo por arriba del pantalón. Me mira.
Ya estoy incómodo. ¿Miro? ¿No miro? Es una menor muy menor. Pero la mitad del bondi está al tanto de lo que pasa y nada. El chabón que ocupa dos asiento no registraba la secuencia hasta que en un relojeo sin sentido se percata. Gira. Me mira desconcertado. Vuelve la cabeza. Confirma su idea. Me vuelve a mirar y se lleva el dedo a la sien y lo gira, como diciendome en silencio que estamos todos recontra del orto. Levanto los hombros. No sé que otra cosa decirle. Da el tema por terminado y se enfrasca en su teléfono. Yo debería hacer lo mismo pero soy un pajero. Mientras, los pibes siguen.
El flaquito quiere ir a más pero la piba lo agarra de los pelos, con fuerza, le levanta la cabeza y le tajea la jeta con un no impiadoso. El pibe, hipnotizado, rojo, con el pito a punto de estallarle le acomoda la ropa y para al instante con su manoseo. Se gira y se suma a la charla de los otros, que lo reciben como si nada hubiese pasado de extraordinario en los 15 minutos en los que tuvo dos tetas enormes en la boca. La piba se acomoda los aros del corpiño y le saca las arrugas al pulover. No se suma a la charla. Mira el celular. Tiene una funda con forma de unicornio. Levanta la vista. Sabe que la estoy mirando.
Al llegar al centro de Kathan city se paran todos, el grupete y el de los dos asientos. Tocan el timbre y empiezan a gritar que llegaron. Primero baja el de los asientos, después el resto. Cuando arranca, desde abajo, la veo cómo se acomoda el pelo, le da la mano al pibe y empieza a caminar. Me dedica una última mirada y algo que imagino una mueca pícara.
Cuando bajo, una parada después, el chófer, un tipo grande, que se queda solo con el viejo dormido, me pregunta “Pibe, ¿viste lo mismo que yo?” “Gracias por lo de pibe”, le contesto.
Me bajo. Hace frío.