En ocasiones nuestro aspecto marca lo que nos pasa, no digo que lo determine, pero sí que lo condiciona. Bien lo saben los pibes morochos de gorrita, los policías, los discapacitados, los zombies y las flacas que son entrevistadas por pelotudos como Nicolás Repetto, que siente por las feministas el mismo respeto que Simón de Monfort por los albigences.
Pienso en eso cada noche, cuando camino por Constitución y soy objeto de toda oferta sexual habida y por haber. No sé en qué estarían pensando mis viejos cuando me sacaron de la nada pero hay algo en la forma en que me veo que hace que la gente que negocia con sexo, cosas inutiles o nocivas persiva en mí un comprador hecho y derecho.
¿Venden lupas de goma traidas de Indonesia?, me las ofrecen 2×1 solo por ser yo. ¿Venden la resaca del paco, cortada con vidrio molido y harina usada para que pegue más? Me llaman a los gritos desde la esquina a riesgo de ser escuchados por los policías que se hacen los boludos. ¿Petes al aire libre, chupados con encías sin dientes? ¿Turcas con tetas sudorosas y enormes de transexuales cansadas de no tener para morfar? Ahí me fichan como potencial cliente, consumidor o usuario.
No es que tenga un aspecto de barrilete muy destacado. Pero me ven y me encaran. No consumo. Nunca. Pero ahí están. No tengo aspecto de tipo de guita. Creo que tampoco de adicto o de obseso sexual. Así como en otras instancias de la vida la gente se me acerca y me cuenta lo peor de sus vidas, sus miserias, sus traiciones, sus agachadas más ignoniniosas así también se me arriman para venderme lo que tengan que ofrecer por dudosa que sea la mercancía.
No soy simpático, no soy conversador. Carezco de empatía, diplomancia o afabilidad. No soy cariñoso, ni delicado y si puedo evitar la charla, mejor. Vamos, que la pongo de casualidad; porque las flacas con las que me crucé tenían temporadas de generosidad, venían escasas de agenda, o andaban con tiempo libre.
La cosa es que no se explica del todo por qué al llegar a la esquina de Brasil y Salta una trabajadora sexual que mide como dos metros y está pelada me para y se levanta la remera mostrandome sus dos tetas paradas. Me dice que me la chupa por poco, y que si quiero mojar el bagre me hace precio. No me deja pasar. Flasheo que alguien va a venir de atrás a afanarme. Miro. No hay nadie más que los borrachos del bar de enfrente y un kioskero fumando en la vereda. La flaca, cuando hago un amague para flanquarla me adivina la intención y me impide el paso. Ya estoy incómodo. Está laburando, debe estar medio colocada o medio cagada de hambre y la entiendo pero quiero pasar. Me sigue diciendo lo mismo con una voz lastimosa y lasciva al mismo tiempo. ¿Sos puto? Me pregunta. Es cierto que tomo daikiri y escucho a Laura Pausini pero de ahí a decir que soy un puto como dios manda hay un trecho largo.
No quiero quedar como un boludo bajando a la calle y escapando de ella como si me quisiera afanar, estuviese apestada o me predicara la palabra en formato mormón pero ahí llega el bondi y tengo sueño. Si no llego me van a boletear el asiento. Hago un movimiento de caderas digno del mejor Riquelme y la esquivo no sin que me tirase un manotazo. Me rosa la mochila. Arranco el trote y con las tetas al aire me grita que tiene hambre y que no tiene para pagar la pieza. Adentro algo se me rompe. No sé, una botella, un vaso, un espejo, algo de vidrio se quiebra. No me doy vuelta. Llego al bondi. Tengo que rogarle al colectivero que me abra la puerta. Me siento como si fuera ella. Me abre. Me mira como si fuera una cosa. Pago. Miro al pasillo. No tengo asiento. Me siento como el orto.
Ojalá no hubiese un mañana.