¿Alguna vez prestaron atención a la cantidad de gente que llora en la calle? Lejos del decoro de las cuatro paredes, fuera de la seguridad de la almohada que le abraza el llanto y el moco, las monada elige la vía pública para expurgarse los ojos con una enjuagada.

Están ahí, en todos lados. En la garita del bondi, en un asiento de la plaza más podri, en el bar de la estación. Uno pensaría que hay lugares que promueven más el lloro: las iglesias, los velorios, las comisarias; las guardias de hospital en madrugada o las puertas de las universidades en época de exámen. Sin embargo, si se afila el ojo, cualquier lugar parece bueno.

Los veo seguido desde el colectivo en los autos parados en la congestión de la autopista. Las manos en el volante, la mirada perdida y los lagrimones hachándoles la jeta. Los ojos delineados chorreando un barro negro. En silencio, o no, gritándole a algo o alguien, pegándole al tablero. Los veo en las puertas de los boliches, entrada la mañana, llorando la mamúa o la decepción de la noche.

No sé por qué lo hacen. Tiene sentido en los recién nacidos, porque como dice el sabio, el que no llora no mama. Pero en los otros, no sé si justifica el gasto en carilinas. No hay una sola lágrima que haya solucionado nada, arreglado nada en toda la historia. Llorar no cura el cancer, no revive a los muertos. No hace que vuelva la persona amada y que no nos corresponde, no paga las deudas, no sana la adicción.

A veces conmueve y ponemos el hombro y a veces incomoda y queremos salir huyendo porque nos cuesta respetar a quien pierde el control -ilusorio- sobre sí mismo. No tiene que ver con esa masculinidad demodé en la que se decía que los hombres no lloran sino con su utilidad práctica. Es como la democracia liberal, que le sirve a los ricos para convencer a los pobres de que si se esfuerzan ellos también van a tener su mansión y así evitan que el mundo arda. El llanto funciona igual, desahogate para no estallar, para no subirte al balcón más alto de la cuadra con un bufoso y empezar a disparar sin ton ni son al primero que pase.

Hace algunos años una flaca terminó la relación que tenía conmigo llorando. Ella me dejaba a mí para irse a vivir la felicidad más plena y dichosa que pudiese concebirse y desearse con alguien mejor que yo, más lindo, más inteligente y mundano, con un desempeño sexual inagotable y de ensueños… pero la que lloraba era ella. Raro de entender, porque se suponía que tenía que estar eufórica por el buen cambio pero lloró una hora en una esquina mientras el que trataba de consolarla era yo. Algo parecido pasa con la gente que llora porque se siente vieja, como si la vejez fuera un misterio. Campeón, si comés más o menos seguido y no te pisa un tranvía o te pescás un virus chino lo más probable es que llegues a una edad en donde te pase lo que todos sabemos que pasa. No hay sorpresa.

Hoy lloraba el chofer del bondi. Tipo grande, entrado en años y canas. Como iba medio vaciongo no tenía a nadie que lo viera de cerca pero yo lo relojeaba con carpa por el mismo retrovisor con el que él chequeaba al pasaje. Lagrimeaba, se sorbía los mocos. Se los limpiaba en los semáforos. Iba boludeando, como perdido en sus propias cabilaciones o en las de otros. Más que por empatía lo miraba por si acaso se le ocurría volantear y matarse conmigo arriba. Los otros que se caguen, no me importa, pero yo prefiero que mi vida dependa de alguien más o menos feliz. En un tiro cruzamos la mirada. Se la sostuve. Le debe haber dado una vergüenza padre porque en el último semáforo, el de Evita City, el tipo intentó recomponerse. Sacó un pañuelito de papel, se frotó la cara, se acomodó en el asiento. Abrió la ventanilla para que le entrara aire fresco y puso, como dios manda, cumbia santafesina para darse ánimos o algo así. Llegamos bien, a horario y parecía un tipo más animado. De la otra forma todavía estábamos viajando. Como suele ocurrir, nadie agradeció mi esfuerzo.